La Ley de Refugiados de 1980, tiene sus raíces en el Holocausto y en los compromisos adquiridos por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, para dar refugio a las personas que huyen de la persecución.
Esto se trata de la moral y también de la ley.
El mes pasado, el gobierno de Joe Biden anunció que había desalojado un campamento improvisado en el que se habían congregado miles de haitianos bajo un puente que une a México con Del Río, Texas. Habían llegado allí desesperados por tener acceso a Estados Unidos, muchos huyendo de la persecución en Haití y buscando la protección de nuestra ley de asilo. La respuesta inestable del gobierno a esta crisis ha puesto de manifiesto, una vez más, la naturaleza defectuosa del sistema de asilo de este país. También es un sombrío recordatorio de la prolongada tolerancia de Estados Unidos a la corrupción gubernamental y de la negación de los derechos humanos básicos en Haití.
Desde la adopción de la Ley de Refugiados de 1980, quienes llegan a nuestra frontera o ya han entrado al país tienen derecho a solicitar asilo si pueden demostrar un “temor fundado de persecución” con base en su raza, religión, nacionalidad, opinión política o pertenencia a un grupo social. Esta ley tiene sus raíces en el Holocausto y en los compromisos adquiridos por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial para dar refugio a las personas que huyen de la persecución. No obstante, el sistema de asilo se ha visto obstaculizado desde el principio por la controversia política y la disfunción burocrática.
Muchos de los haitianos que acamparon bajo el puente en Del Río habían realizado viajes de varios años a través de América Latina y hasta nuestra frontera sur. Algunos se animaron a intentar entrar a Estados Unidos ahora por la impresión errónea de que la sustitución del expresidente Donald Trump por el presidente Biden y la decisión del gobierno de Biden de ampliar el estatus de protección temporal para incluir a los haitianos que ya están en el país representaban una oportunidad para que ellos también vinieran. El estatus de protección temporal suspende las deportaciones de los haitianos que ya están en Estados Unidos debido a la actual inestabilidad en su país. Al igual que los inmigrantes de todo el mundo, esos haitianos, incluidos los numerosos solicitantes de asilo, buscan un nuevo hogar donde puedan tener estabilidad, mejores empleos y más seguridad de la que puede ofrecer su propio país.
El trato discriminatorio contra los haitianos no es nuevo. Hace cuarenta años, fui testigo experto en un litigio en Florida en el que los abogados que representaban a una generación anterior de solicitantes de asilo haitianos impugnaron con éxito el programa para Haití del gobierno de Reagan. Las autoridades estadounidenses de aquella época tenían como objetivo la detención masiva de los haitianos que llegaban a Florida, e interceptaban los barcos haitianos en el Caribe para evitar que llegaran a este país.
En una serie de casos llevados ante los tribunales federales, se determinó que la política del presidente Ronald Reagan, supervisada por el entonces fiscal general adjunto Rudolph Giuliani, violaba las garantías constitucionales estadounidenses de igualdad de protección y debido proceso legal. Cuando los demandantes le pidieron a un juez federal que liberara a casi 2200 haitianos detenidos para darles una oportunidad real de solicitar asilo, comparecí ante el tribunal y, junto con la Asociación Estadounidense de Abogados de Inmigración, me comprometí a encontrarle un abogado voluntario a cada uno de ellos.
Los casos de los haitianos de la década de 1980 se convirtieron en un catalizador de reformas más amplias al sistema de asilo de Estados Unidos. A lo largo de cuatro décadas, bajo gobiernos tanto demócratas como republicanos, nuestro país desarrolló un sistema de asilo más humano que dio a miles de personas que cumplían el estándar de “temores fundados de persecución” su día en los tribunales.
Esas reformas fueron lentas y a menudo imperfectas, pero representaron un esfuerzo de buena fe por parte del gobierno federal para cumplir con el espíritu de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Estatuto de los Refugiados, cuyas disposiciones fueron adoptadas por Estados Unidos cuando ratificó el Protocolo de la ONU sobre el Estatuto de los Refugiados en 1968.
Cuando Donald Trump asumió la presidencia, rompió con esa historia bipartidista y se propuso acabar con el sistema de asilo por completo, borrando la política y los principios estadounidenses que se aplican a quienes solicitan asilo desde el interior de Estados Unidos y a los refugiados, que buscan protecciones legales similares desde el extranjero.
Entre otras medidas draconianas, Trump revocó la política, vigente desde hacía décadas, de otorgarles a quienes se presentan en la frontera con un temor creíble de persecución el derecho a entrar a Estados Unidos para hacer su solicitud formal de asilo. Como lo hizo en tantos otros ámbitos, el equipo de Trump también diezmó la capacidad administrativa del gobierno estadounidense para procesar las solicitudes de asilo o reasentar a los refugiados traídos desde el extranjero. Cuando el gobierno de Biden entró en funciones en enero, heredó un sistema disfuncional empeorado por la obstrucción y la desvergüenza de los republicanos que continúa hasta el día de hoy.
La situación de los haitianos se ha complicado aún más debido a décadas de desgobierno, corrupción y brutalidad de una serie de gobiernos haitianos que recibieron apoyo financiero y político constante de Estados Unidos a pesar de su atroz historial en materia de derechos humanos. Durante demasiado tiempo, Washington ha intentado perpetuar el statu quo en Haití en nombre de la estabilidad a corto plazo. Cuando visité Haití en 2013 como secretario de Estado adjunto en materia de democracia, derechos humanos y trabajo, todos los activistas de derechos humanos que conocí allí hacían eco de lo mismo. En lugar de promover la democracia y los derechos humanos, gobiernos estadounidenses sucesivos habían envalentonado a líderes gubernamentales corruptos, lo que exacerbó el problema.
El gobierno de Biden debe dar prioridad a los derechos humanos y a la gobernanza democrática en Haití, que son esenciales para que la nación insular pueda escapar de sus conocidos ciclos de caos interno y migración masiva. A diferencia de Afganistán o Irak, donde Estados Unidos tenía poca historia y escasa influencia para promover una reforma política que condujera a la gobernanza democrática, en Haití, la influencia de Estados Unidos es significativa. La ayuda financiera y los esfuerzos diplomáticos estadounidenses para promover la reforma deberían dirigirse a aquellos miembros de la sociedad haitiana que tienen un compromiso genuino con los derechos humanos y el Estado de derecho.
De forma más inmediata, el gobierno de Biden debería otorgarles a todos los haitianos que lleguen a nuestras fronteras y tengan un temor creíble de ser perseguidos en su país de origen el derecho de entrar a Estados Unidos para presentar solicitudes de asilo. Y dada la actual inestabilidad y anarquía en Haití, incluso aquellos que no reúnan los requisitos de asilo deberían ver aplazada su deportación, un recurso administrativo que pospondría su expulsión, al menos mientras persistan los disturbios actuales en Haití.
Los cínicos con frecuencia describen a Haití como un país deudor corrupto o algo peor. Según consta, Trump reflexionó en voz alta sobre por qué Estados Unidos acoge a cualquier refugiado de Haití y de otros países de los que se burló diciendo una vulgaridad. Él y otros olvidan el papel que los haitianos han desempeñado en nuestra propia historia, por ejemplo, luchando a nuestro lado durante la Revolución estadounidense. Como dijo Barry Jenkins, director y guionista de cine, en un tuit en julio: “Caray, entre los haitianos que se subieron a los barcos para luchar junto a los colonos contra los británicos durante la guerra de Independencia y la compra de Luisiana forzada por la Revolución haitiana, NOSOTROS estamos en deuda con ELLOS”.
Este artículo apareció originalmente en The New York Times.