Mi mundo cambió cuando dejé de sentarme a los pies del Jesús blanco y empecé a ser discípulo del Jesús negro. No tenía que odiarme a mí mismo ni a mi pueblo ni nuestra creatividad ni nuestra belleza para ser humano o para ser cristiano.
Durante demasiado tiempo, asocié la tez blanca con la santidad.
Durante años, hice de las iglesias blancas, con gente blanca, mi hogar. Sabía cómo correr y esconderme, y mover mi cuerpo de manera que los blancos se sintieran más seguros y menos racistas, más piadosos y menos violentos. Ya fuera en la cancha de fútbol americano o en el púlpito, mi actuación les dio lo que nunca merecieron: la seguridad de que el mundo estaba bien.
Eso comenzó en la Universidad Clemson, donde jugaba en el equipo de fútbol americano de categoría nacional. Muchos jóvenes atletas negros como yo salimos de casa y nos encontramos de inmediato con cristianos blancos porque eran los que tenían mayor acceso a nosotros. Entre los estudios bíblicos y las salidas a la iglesia, nuestros mundos se volvieron blancos, nuestro Jesús se convirtió en un salvador de pelo rubio y ojos azules. A ese Jesús le importaban las anotaciones y los versículos bíblicos escritos con letras blancas debajo de nuestros ojos por encima de la pintura negra.
Con el correr de las semanas, los meses y los años, me encontré cada vez más cerca de los blancos. Después de graduarme de la universidad, me uní a una iglesia evangélica blanca y entré al seminario con la esperanza de convertirme allí en pastor. En mi afán por ser mejor persona, mejor atleta y mejor cristiano, veía con escepticismo los sermones de los negros y las canciones de los negros y los edificios de los negros y los gritos de los negros y el amor de los negros, y consideraba sagrados los sermones y las canciones de los blancos, sus edificios y sus aplausos.
Pero al poco tiempo, las imágenes de negros que morían empezaron a aparecer en todos nuestros televisores, periódicos y noticias. Y a demasiados de los agradables blancos que me rodeaban parecía no importarles. Entonces lo supe: tenía que encontrar una manera de liberarme y sobrevivir.
5 de julio de 2016: Recuerdo el teléfono en mis manos, mi estómago que sudaba, mis ojos que contemplaban a Alton Sterling, sin vida. En él vi el rostro de todos los niños y hombres negros que no pudieron ser protegidos. Estaba frío, me sentía vacío, y tenía miedo. No sabía qué hacer con lo que veía ni con lo que sentía.
Al día siguiente, la muerte de otra persona negra: Philando Castile. Lo oí jadear. Sus respiraciones eran pesadas, débiles, con un ritmo específico. Recuerdo haber escuchado a su novia, Diamond, frenética y llorando. “Quédate conmigo”, le dijo. “Por favor, Jesús”, gritó. No hubo respuestas a esa oración.
Recuerdo lo que decían los cristianos blancos a mi alrededor, cómo culpaban a Sterling y a Castile de sus propias muertes y cómo les costaba ver el valor de nuestras vidas.
Recuerdo que no era un héroe o un activista o un predicador con suficiente valor para decirme a mí mismo o a mi esposa o a la gente que me rodeaba cómo me sentía. Recuerdo cómo la comodidad y la seguridad de estar rodeado de gente blanca se convirtieron deprisa en un terreno pedregoso. Recuerdo la pregunta que no podía sacarme del alma, de la mente ni del cuerpo: ¿cómo puedo ser negro, cristiano y estadounidense?
En medio de la desesperación y la tristeza, tratando de encontrar palabras de fe ante la muerte de esas personas negras, tomé el libro del reverendo Martin Luther King Jr. “¿Adonde vamos: ¿Caos o comunidad?”. Lo devoré.
Recuerdo que King citaba a James Baldwin. Era la primera vez que oía hablar de Baldwin. En “Carta a mi sobrino”, escribió: “Por favor, intenta recordar que lo que ellos creen, así como lo que hacen y te hacen soportar, no atestigua tu inferioridad, sino su inhumanidad y su miedo”.
Siempre había tenido miedo de lo que los demás pensaran de mí, de lo que podrían hacerme, de las conclusiones a las que podían llegar sobre mí. Las palabras de Baldwin me impactaron con una especie de misericordia, una gracia, como si Dios todopoderoso estuviera hablando, bajando a tocar mi carne herida con sus palabras.
Empecé a leer al reverendo James Cone: “La cruz y el árbol del linchamiento”, “Los espirituales y el blues” y “Teología negra y poder negro”. Leí “Liberación y reconciliación” de J. Deotis Roberts. Leí “Deeper Shades of Purple” de Stacey Floyd-Thomas. Leí poesía negra. Escuché canciones negras. Miré arte negro. No pude encontrar una salida a la lucha oscura sino hasta que leí sobre la teología negra junto con el Libro de las Lamentaciones y las historias de los profetas y de Jesucristo. Si las vidas de Isaías y Nehemías pueden heredarse como revelaciones de lo divino, entonces supe que el libro de Baldwin y el de Morrison esperaban mi apertura.
Cuanto más leía estas obras, más dejaba que me enseñaran a amar. No el tipo de amor que debe ostentarse para ser aceptado, sino el tipo de amor que nos permitiría aceptar nuestra humanidad y nunca nos dejaría creer que demostrar lo que nunca puede ser demostrado era lo mejor que teníamos para ofrecer. Se trata del tipo de amor del que escribe Toni Morrison en “Paraíso”: “Ese Jesús se había liberado de la religión blanca y quería que esos niños supieran que no tenían que mendigar el respeto; ya estaba en ellos, y solo necesitaban mostrarlo”.
Comprendí por qué insistían en decir que Jesús es negro. No estaban hablando del color de su piel durante su ministerio terrenal, aunque por supuesto que no era blanco. Hablaban de su experiencia, de cómo Jesús sabe lo que significa vivir en un territorio ocupado, sabe lo que significa ser de un pueblo oprimido.
Cone, una figura central en el desarrollo de la teología de la liberación negra, me cautivó de manera especial. No es que tuviera todas las respuestas, sino que por primera vez leía a un teólogo que se parecía a mí y que sentía y hablaba como yo; que amaba a Jesús y que conocía la comodidad de estar rodeado de gente blanca, así como sus fracasos y que sabía, como yo, que debía abandonar lo que W.E.B Du Bois llamaba “el mundo del hombre blanco”.
Entré a un seminario de mayoría blanca en el otoño de 2016, apenas meses después de las muertes de Sterling y Castile, y unas cuantas semanas después de escuchar a alguien, que iba a la misma iglesia que yo, alabar el nombre de Donald J. Trump. Estaba emocionado por aprender sobre teología y la historia de la Iglesia, y prepararme para ser ministro. Pero cuando empecé a leer a Cone y a otros, supe que tenía que dejar los lugares blancos que se habían vuelto menos familiares y menos dignos de mi presencia: el seminario donde había estado estudiando y la iglesia evangélica blanca a la que había asistido durante tantos años.
Había conocido a personas muy buenas en esos lugares. Sin embargo, por desgracia, nunca se tomaron en serio la vida del pueblo negro en Estados Unidos. Así que decidí volver a la gente negra y a los mundos negros que me formaron y me amaron. Estaba, como escribe Morrison, volviendo a ser negro.
Si la gente blanca con la que iba a la iglesia y con la que iba a la escuela y con la que cenaba tenía la imaginación necesaria para ver al león Aslan de C.S. Lewis en “El león, la bruja y el armario” como Jesucristo, entonces sabía que no debería haber ningún problema cuando la gente negra dijera que Jesús era negro y que Jesús amaba a la gente negra y que Jesús quería ver libre a la gente negra. Pero descubrí que muchos podían ver el símbolo de la bondad y el amor divinos en un animal antes de poder verlo en la negritud.
Mi mundo cambió cuando dejé de sentarme a los pies del Jesús blanco y empecé a ser discípulo del Jesús negro. No tenía que odiarme a mí mismo ni a mi pueblo ni nuestra creatividad ni nuestra belleza para ser humano o para ser cristiano.
Cuando me fui, muchos cristianos blancos que me rodeaban pensaron que los había traicionado. No entendían que estaba dejando atrás la supremacía blanca. Lo veían como si dejara a Jesús. Qué terrible, que cosa tan terrible.
He abandonado la creencia de que las cosas acabarán mejorando, una especie de nota triunfal que aleja la mente de una violencia tan inhumana, una fe que no se toma en serio la carne negra.
“Soy negra, estoy viva y te devuelvo la mirada”, escribió la poeta June Jordan.
Recuerdo la primera vez que me convertí en un cuerpo negro vivo. Lo recuerdo todo. Recuerdo lo que me dije en ese momento, lo que me digo ahora y lo que trato de decirles a los demás de tantas maneras creativamente negras:
No solo morimos.
No solo sufrimos.
No solo fallamos.
No solo nos afligimos.
Vivimos.
Bailamos.
Amamos.
Gritamos.
Este artículo apareció originalmente en The New York Times.