Muchos partidarios de las criptomonedas le apuestan a un futuro en el que ahorramos, creamos, jugamos, trabajamos y realizamos transacciones en plataformas en las que el código es el encargado de todo.
La primera vez que Lawrence Lessig, profesor de Derecho en la Universidad de Harvard, les dijo a los informáticos que ellos eran los reguladores involuntarios de la era digital (hace alrededor de 20 años), habló como codificador. “Yo no soy político, soy programador”, recuerda haber declarado, aterrado con la idea.
Ahora, el concepto de que “el código es la ley” —del libro de Lessig de 1999 “El código y otras leyes del ciberespacio”— ya no horroriza a los jóvenes ingenieros o abogados, afirma Lessig. Para las personas nacidas en la era digital es “evidente” que la tecnología rige el comportamiento mediante reglas, cuyos valores no son neutrales.
Con Meta, la empresa de redes sociales que solíamos conocer como Facebook, las grandes empresas de tecnología han aceptado esto mismo a regañadientes y hasta han llegado a formar un comité de expertos a manera de tribunal para evaluar las decisiones que, en parte, ordena la programación. También, un sector relativamente joven de la tecnología —la industria de las criptomonedas— ha adoptado sin reserva alguna el concepto del “código como ley” y algunas empresas han alegado de manera explícita que el código puede ser un mejor árbitro que los reguladores tradicionales.
Muchos partidarios de las criptomonedas le apuestan a un futuro en el que ahorramos, creamos, jugamos, trabajamos y realizamos transacciones en plataformas en las que el código es el encargado de todo, y en el floreciente sector de las finanzas descentralizadas (DeFi, por su sigla en inglés), los “contratos inteligentes” automatizados que se programan con anticipación para responder a una serie de condiciones específicas ya gestionan miles de millones de dólares en transacciones todos los días, sin que se necesite, al menos en teoría, ningún tipo de intervención humana.
Los usuarios ponen toda su confianza en la programación. Nadie comparte información personal. El código hace todo y se supone que es la totalidad de la ley.
“Los seres humanos no toman ninguna decisión; no existen los errores humanos; no existen los procesos. Todo funciona de manera autónoma e instantánea”, señaló Robert Leshner, fundador de Compound, el protocolo del mercado monetario de las DeFi, en una entrevista en agosto.
No obstante, aunque es atractiva la idea de un sistema de autovigilancia totalmente neutral, algunos percances de gran repercusión mediática han puesto en duda la idea de que el código por sí solo baste como forma de regulación o que sea inmune a los errores y la manipulación de los seres humanos.
Un contrato inteligente se ejecuta de manera automática cuando se satisfacen ciertas condiciones. Así que, si hay un error en el sistema, es posible que el usuario active una transferencia indebida mientras que, a nivel técnico, sigue la “ley” del código. Esto es lo que este verano permitió un robo de 600 millones de dólares en Poly Network, una plataforma en la que los usuarios pueden transferir criptomonedas, a través de redes de cadenas de bloques. Se cree que los ladrones aprovecharon una falla en el código para invalidar las instrucciones del contrato inteligente y generar enormes transferencias, lo que prácticamente engañó a la automatización e hizo que funcionara como si se cumplieran las condiciones adecuadas para realizar una transferencia.
“Si se le puede dar a un contrato inteligente una orden de ‘dame todo tu dinero’ y este lo hace, ¿acaso se trata de un robo?”, escribió Nicholas Weaver de la Universidad de California, campus Berkeley, acerca de este robo. Según Weaver, a diferencia de los contratos tradicionales, las ambigüedades en los contratos inteligentes no se pueden resolver en los tribunales y los acuerdos automatizados son irrevocables; así que, cuando las cosas salen mal, a los desarrolladores no les queda más que recurrir a las súplicas.
Tras el robo de 600 millones de dólares, Poly Network tuiteó una petición que comenzaba así: “Querido hacker”, le solicitaba que regresara los fondos y calificaba este acto como “un delito financiero de grandes proporciones”. Al final, regresaron la mayor parte del dinero, se dejó de hablar sobre la aplicación de la ley y los piratas cibernéticos dijeron que querían demostrar que el código tenía problemas para proteger la red.
Ocurrió algo parecido con una actualización en el software de Compound, debido a la cual, en septiembre, se expidieron 90 millones de dólares a los usuarios por error. Leshner comentó que los beneficiarios que no regresaran las criptomonedas serían reportados a las autoridades fiscales, lo que provocó indignación en su comunidad por desvirtuar las afirmaciones de que estos programas no pueden, técnicamente, cumplir con los requisitos regulatorios tradicionales para identificar a los usuarios.
Esta petición también afectó los argumentos de que las DeFi no necesitan ser supervisadas por reguladores tradicionales; cuando se planteó un problema, Leshner invocó a la autoridad del gobierno.
Por el momento, las plataformas de las DeFi funcionan en un espacio regulatorio gris que está sujeto a la ley de codificadores privados que aseveran no tener control sobre los programas rectores de la organización. Las plataformas y las aplicaciones construidas para las redes de cadenas de bloques casi siempre se forman en torno a un nuevo tipo de estructura empresarial llamada organización autónoma descentralizada (DAO, por su sigla en inglés), la cual es aparentemente democrática y está regida por una comunidad de usuarios que votan con criptofichas.
Sin embargo, siempre hay alguien detrás del código, como ya lo han demostrado los desastres.
“No es para nada cierto que esto sea cuestión solo del código y que no intervengan seres humanos. En los casos de emergencia es cuando vemos dónde está el poder”, señaló Thibault Schrepel, quien imparte la asignatura de Derecho en la Universidad de Ámsterdam y creó el proyecto “antimonopolio computacional” en el Centro CódigoX para la Informática Legal de la Universidad de Stanford.
El motivo por el que nadie quiere decir que tiene el control de los programas descentralizados es que esto limita la responsabilidad: si nadie tiene el control, no hay a quien castigar si surgen problemas y tampoco hay dónde aplicar la ley, explicó Schrepel. “Pero es errónea la idea de que el código por sí solo es suficiente”, comentó. Además, Schrepel sostiene que, si la comunidad de la cadena de bloques usa el código para evadir la regulación, eso no hará más que frenar la innovación.
Schrepel forma parte de una generación de abogados en tecnología que quiere acortar la brecha entre el código y la ley. Según él, lo ideal es que el código y la ley trabajen juntos. Las empresas podrían usar los contratos inteligentes basados en la cadena de bloques para confabularse o para fortalecer la competencia, por lo que los reguladores podrían analizar la programación del software y el código para cooperar con los desarrolladores principales de los sistemas descentralizados. De igual manera, los legisladores podrían comenzar a traducir los conceptos tradicionales de reducción de riesgos a códigos para programas de finanzas descentralizadas, pensando en el equivalente de las reservas obligatorias de los bancos como un parámetro para los programas.
“No voy a decir que es fácil promover nuestras ideas”, comentó Chris Giancarlo, del despacho de abogados Willkie Farr & Gallagher, expresidente de la Comisión de Negociación de Futuros de Productos Básicos y autor de “CryptoDad: The Fight for the Future of Money”. Sin embargo, se pregunta: “¿No deberíamos tratar de reconsiderar nuestro enfoque sobre la regulación para alcanzar los mismos objetivos de políticas, pero de una manera diferente?”.
Lessig concuerda. “Necesitamos un enfoque más sofisticado donde haya tecnólogos y abogados que trabajen junto con psicólogos del comportamiento y economistas” con el fin de que todos ellos definan los parámetros para codificar los valores sociales en los programas, de tal modo que los intereses privados no los remplacen con los suyos. “Estamos enfrentando una amenaza existencial para nuestra democracia y no podemos esperar 20 años”.