El intenso debate público sobre el desgaste durante la pandemia le ha puesto muy poca atención a la manera en que los hombres viven este problema.
Hace ocho años, tuve un gran empleo como profesor titular en una pequeña universidad en Pensilvania. Parecía que había logrado el éxito: tenía autonomía, seguridad, excelentes prestaciones e incluso un poco de prestigio. Sin embargo, después comencé a temer ir al trabajo. La indiferencia de los alumnos ante mis enseñanzas me parecía un insulto personal. Me ponía furioso ante pequeños incidentes con colegas y me enfrascaba en discusiones acaloradas en reuniones de profesores. Me estaba agotando.
Cuando llegaba a casa, me quejaba por teléfono con mi esposa, que comenzaba su propia carrera académica en una universidad a 322 kilómetros de distancia. No obstante, su paciencia al escucharme no fue suficiente para resolver el problema. Tampoco lo solucionó un semestre de baja sin sueldo en el que vivimos con su salario. Cuando regresé al trabajo, mi desgaste continuó donde había quedado. Mi esposa terminó por rescatarme cuando le ofrecieron un empleo en Texas. Renuncié al mío y me fui con ella.
A pesar de mi alivio, me sentí como un fracasado no solo como académico, sino también como hombre. Aunque los roles de género parecen cada vez más flexibles y susceptibles al cambio, aún somos una sociedad en la que los hombres intentan demostrar su hombría a través de su desempeño en el trabajo. Y yo no podía cumplir con mi deber.
El intenso debate público sobre el desgaste durante la pandemia le ha puesto muy poca atención a la manera en que los hombres viven este problema. Los artículos sobre el desgaste de las madres superan por mucho los que abordan a los padres. Con buena razón, hay mucha preocupación social acerca del desgaste entre las enfermeras pero se ha abalizado poco ese problema entre los camioneros.
Los académicos y periodistas tienen buenos motivos para enfocarse en las mujeres. El “segundo turno” del cuidado de los niños sigue aplicando una presión desproporcionada sobre las madres que trabajan. Y hay evidencia de que las mujeres se desgastan a una tasa más alta que los hombres. Según un estudio nacional publicado en 2019, las médicas sufrían un riesgo de desgaste un 32 por ciento mayor que sus colegas varones.
Esa desigualdad es un problema, pero en una profesión donde la tasa de desgaste es del 44 por ciento, aún hay cientos de miles de médicos varones que sufren y podrían poner a los pacientes en peligro.
Si queremos acabar con el desgaste, debemos abordar el problema de hombres y mujeres. Y para abordar el desgaste de los hombres en particular, hay que reconocer que, conscientemente o no, nuestra sociedad todavía iguala en gran medida la masculinidad con ser un proveedor estoico. No todos los hombres se identifican con ese arquetipo, e incluso los hombres que no lo aceptan están expuestos al desgaste.
No obstante, las investigaciones demuestran que hombres y mujeres suelen sufrir el desgaste de manera distinta. Los patrones distintivos en el desgaste de los hombres reflejan la ética del proveedor perdurable que ya no les hace bien a los hombres.
Los investigadores definen el desgaste como un síndrome con tres dimensiones: agotamiento, cinismo y una sensación de inefectividad. De acuerdo con un metanálisis publicado en 2010, las mujeres en promedio obtuvieron un mayor puntaje que los hombres en la escala del agotamiento, pero los hombres calificaron más alto en el cinismo.
El cinismo (también conocido como despersonalización) es el “distanciamiento emocional”; en otras palabras, es cuando ves a tus colegas, clientes o pacientes como objetos o problemas más que como personas. Cuando daba clases de tiempo completo, mi cinismo se manifestaba como impaciencia con los estudiantes que aprendían lentamente y con los ensayos mal hechos. Estoy seguro de que mi actitud solo hacía que les resultara más difícil aprender.
Sin embargo, el cinismo comúnmente se interpreta como una señal de competencia. Como resultado, el gerente serio, el detective implacable y el médico brusco son arquetipos culturales codificados en la masculinidad. Las figuras masculinas que demuestran apertura emocional aún no los han remplazado. El entrenador ficticio de fútbol Ted Lasso, con sus sonrisas y reflexiones motivacionales, es gracioso porque se opone a ese paradigma. En realidad, es el férreo Bill Belichick, entrenador de los Patriotas de Nueva Inglaterra, cuyo mantra es “Haz tu trabajo”, quien ha ganado seis Supertazones.
El desgaste de los hombres como padres de familia también refleja la manera en que están condicionados por la ética del proveedor. En un estudio, un grupo de investigadores de Bélgica halló que, aunque las madres tenían puntajes más altos en la medida de desgaste parental, los padres manifestaban con más rapidez el desgaste y sus consecuencias negativas: fantasías de escapar, pensamientos suicidas y descuido de los hijos. Es decir que, bajo el mismo nivel de estrés parental, los padres reaccionaban mucho peor que las madres, poniéndose a sí mismos y a sus hijos en mayor riesgo.
“Es posible que los padres sean más vulnerables a las exigencias derivadas de un rol que está arraigado en el género y que no se considera parte fundamental de ser un hombre”, escriben los investigadores belgas.
Un escéptico vería esto como evidencia de que los hombres son débiles y mimados. No obstante, los investigadores lo ven como una señal de que las sociedades necesitan preparar mejor a los hombres para compartir la responsabilidad de la crianza de los hijos.
Cuando los hombres enfrentan problemas en el trabajo o en otros aspectos de su vida, son mucho menos propensos que las mujeres a expresarlo, ya sea en público o en privado. Es difícil encontrar registros escritos de hombres que padecen desgaste. Los hombres tienen aproximadamente un 40 por ciento menos de probabilidades que las mujeres de buscar terapia por cualquier motivo. Y la crisis bien documentada de las amistades entre hombres significa que muchos de ellos no tienen a nadie además de su pareja con quien sientan la confianza de expresar sus sentimientos. Los hombres solteros no cuentan con nadie en absoluto; cuando se agotan, lo sufren en soledad.
Los problemas clave que distinguen el desgaste de los hombres —el cinismo característico, la falta de preparación para la crianza de los hijos y la renuencia hacia las dificultades en el trabajo y la paternidad— comparten raíces con la ética del deber estoico que nuestra sociedad les ha inculcado a los niños y a los hombres desde hace décadas: ponte a trabajar y no te quejes. Si puedes traer el pan a la mesa, entonces eres buen padre.
La ética del proveedor es una masculinización errónea de un ideal noble —de que incluso quienes no trabajan, merecen comer— que comparten tanto hombres como mujeres. Es una fuente de propósito para incontables personas que trabajan en condiciones difíciles para que sus hijos no tengan que hacerlo. También es difícil cumplir con ese ideal. Esta mentalidad persistente ha sido devastadora para muchos obreros varones, que anclan su valor personal en la noción de que son los proveedores de su familia, aunque sus oportunidades laborales sean reducidas.
Los hombres de mediana edad y más jóvenes quizá piensen que esta ética es una reliquia de la época de sus padres o abuelos, cuando menos mujeres trabajaban de tiempo completo. Sin duda, yo creía que la había superado.
Sin embargo, como sociedad, no la hemos trascendido. En 2017, el Centro de Investigaciones Pew informó que el 71 por ciento de los estadounidenses creía que “ser capaz de mantener a una familia” era una característica importante para que un hombre fuera un buen esposo, en comparación con el 32 por ciento que dijo que era un rasgo importante para que una mujer fuera buena esposa. Los encuestados más jóvenes se mostraron solo un poco menos convencidos de este ideal de hombría que el promedio; el 64 por ciento de los adultos de entre 18 y 29 años dijo que ser proveedor era un aspecto importante de ser un buen esposo, mientras que el 34 por ciento dijo que era importante para ser una buena esposa.
Mi desgaste disminuyó cuando nos mudamos a Texas. Como escritor independiente y profesor universitario de medio tiempo, ahora percibo una fracción de lo que gana mi esposa. Sé que no es mi culpa; el factor diferencial se debe a las condiciones laborales cada vez peores del periodismo y la academia. Me interesa mi trabajo, pero ya no lo es todo para mí. No tenemos hijos, pero en casa, sé que contribuyo con lo que me corresponde.
A final de cuentas, para acabar con nuestra cultura de desgaste, no solo tendremos que mejorar las condiciones de trabajo, sino también crear nuevos ideales sobre el papel que tiene el trabajo en la prosperidad humana. Eso implicará adquirir un compromiso con ideales de hombría que dependan menos de la productividad económica y más de virtudes como la lealtad, la solidaridad y la valentía, incluida la valentía para renunciar a un trabajo, criar a un hijo, o ambas cosas.
Este artículo apareció originalmente en The New York Times.