Mientras el ejército ruso se abalanza sobre Ucrania desde el norte, el sur y el este, una migración masiva de millones de civiles se está acumulando como una tormenta sobre las llanuras.
MEDYKA, Polonia — Iryna Dukhota ha estado 26 años casada con su marido. Lo conoció cuando eran jóvenes, mientras él paseaba en bicicleta por su barrio en Kiev, la capital de Ucrania.
Sin embargo, hace unos días, en una mañana gris y azotada por el viento, con miles de personas corriendo a su alrededor, la pareja se encontraba en la frontera entre Ucrania y Polonia, con los labios temblando. Después de todos estos años, había llegado el momento de decir adiós.
“Le dije ‘te quiero’ y ‘nos veremos pronto’”, relató Dukhota, con los ojos llenos de lágrimas.
Ahora dice que no sabe cuándo volverá a verlo.
Mientras el ejército ruso se abalanza sobre Ucrania desde el norte, el sur y el este, una migración masiva de millones de civiles se está acumulando como una tormenta sobre las llanuras.
Pero las puertas de la frontera internacional son un doloroso filtro que separa a las familias. El gobierno ucraniano ordenó que los hombres de entre 18 y 60 años no tienen permitido salir del país, por lo que, en las multitudes que llegan a Polonia, Hungría y otros países vecinos, sorprende no ver hombres. Son casi exclusivamente mujeres y niños pequeños los que atraviesan los puestos de control tras las desgarradoras despedidas. Los hombres ucranianos, quieran o no, dan media vuelta y se unen a la lucha.
Algunas mujeres ucranianas se refieren a las separaciones como “una pequeña muerte”.
Medyka es uno de esos puntos de separación. En un pequeño pueblo en la frontera entre Polonia y Ucrania, entre interminables campos de trigo, ligeramente iluminado por un sol pálido en esta época del año, los caminos ahora están alineados con mujeres y niños ucranianos que marchan hacia el oeste, abrigados contra el viento.
Mientras que en Ucrania se celebra un intenso brote de nacionalismo, y los jóvenes y sus padres acuden a los centros de reclutamiento militar, en la frontera el ambiente es muy diferente. Los refugiados dicen que se sienten aislados no solo de su país, sino también de sus familias. Hablan de estar desconcertados, perdidos y solos. De la noche a la mañana, muchas madres se han convertido en líderes de familia en una tierra extranjera, cargando maletas, llevando niños pequeños, usando dos celulares a la vez o fumando con nerviosismo.
“Todavía no puedo creer que esté aquí”, comentó Iryna Vasylevska, que acababa de dejar a su marido en Berdychiv, una pequeña ciudad del norte de Ucrania, ahora bajo asedio.
Ahora, sola, con dos hijos de 9 y 10 años, dijo que había estado tan estresada que no había dormido durante dos días ni había podido comer mucho.
“Todo está bloqueado”, aseguró, llevándose una mano temblorosa al cuello.
Su marido, Volodymyr, está sentado en su casa esperando nuevas instrucciones de las autoridades. Por teléfono sonaba afligido por estar a cientos de kilómetros de su mujer y sus hijos, pero insistió: “Me siento más tranquilo sabiendo que ya no oyen el sonido de las sirenas”.
Otro hombre, Alexey Napylnikov, que instó a su esposa e hija a huir por su seguridad, declaró: “Esta separación es como caer en el vacío. No sé si voy a volver a verlas”.
En virtud de la ley marcial, introducida por el gobierno ucraniano el 24 de febrero, todos los hombres de entre 18 y 60 años tienen prohibido salir del país, a no ser que tengan al menos tres hijos o trabajen en determinados sectores estratégicos, como la introducción de armas. Unos cuantos hombres pudieron pasar a hurtadillas cuando estalló la guerra, pero muy pronto los guardias fronterizos ucranianos empezaron a registrar los autos alineados en la frontera y a ordenar a los hombres que se quedaran en el país.
Para algunos, esta política parece sexista. Las mujeres también se han quedado a luchar. Entonces, ¿por qué las familias no pueden elegir qué progenitor se irá con los hijos? Cuando le preguntaron al respecto, un funcionario ucraniano citó la política militar del país, diciendo que, aunque algunas mujeres se ofrecen como voluntarias para servir, no están legalmente obligadas a hacerlo.
Pero no son solo los maridos y las esposas quienes se separan. También se han dividido familias multigeneracionales. Hay una expresión en ucraniano que dice algo así: “Es bueno tener hijos para que haya alguien que te traiga un vaso de agua cuando seas viejo”. La cultura es permanecer cerca de tus padres y ayudarlos en la vejez.
No obstante, entre la multitud que atraviesa las puertas de Medyka y otros puntos fronterizos, casi no hay adultos mayores. La mayoría ha optado por quedarse en Ucrania.
“Ya he pasado por esto antes, y el sonido de las sirenas no me asusta”, afirmó Svetlana Momotuk, de 83 años, al hablar por teléfono desde su departamento en Chornomorsk, cerca del puerto de Odessa.
Cuando su nieto político vino a despedirse, dijo, le gritó: “¡No te vas a llevar a mis hijos! ¿En qué demonios estás pensando?”.
Ahora, dice, se siente aliviada de que se hayan ido, aunque los extraña muchísimo.
Si esperaban una inmensa sensación de alivio al salir de un país devastado por la guerra y cruzar una frontera internacional, muchos refugiados dicen que ese alivio aún no llega. En su lugar, hay culpabilidad. Varias mujeres dijeron que se sentían muy mal por haber dejado a sus maridos y a sus padres ante un ejército que avanza.
Aunque ahora está a salvo, acogida por un amigo polaco, Dukhota dijo: “Hay una especie de tristeza en mí”.
Su marido nunca había empuñado un arma: es dueño de una cadena de tiendas de abarrotes. Y ahora, como tantos otros hombres ucranianos, se ha apuntado a una unidad de defensa local para enfrentarse a los rusos.
Dukhota y su marido permanecieron juntos hasta el último momento. Al igual que otros, se trasladaron juntos fuera del peligro inmediato a ciudades como Leópolis, en el oeste de Ucrania, que hasta ahora se han librado del implacable bombardeo que ha azotado a otros lugares.
A algunas mujeres las dejaron en la estación de tren de Leópolis para tomar un tren lleno de gente con dirección a Polonia. Otras dijeron que sus maridos las llevaron hasta la frontera. En las estaciones de tren, señalaron algunas mujeres, había barricadas patrulladas por guardias para asegurarse de que ningún hombre pudiera salir con ellas.
Todas las parejas entrevistadas recordaron sus últimas palabras. Muchas eran sencillas. A menudo, un niño pequeño los miraba, confundido, de pie entre dos padres angustiados, con lágrimas recorriendo sus rostros.
“Por favor, no te preocupes; todo va a salir bien”, fueron las últimas palabras de Vasylevska a su marido.
Ella luego empezó a llorar y no pudo decir nada más.