Las artes liberales pueden ayudar a los estudiantes a tener una vida más feliz.
Nuestra estudiante estrella camina hacia la mesa de la cafetería con lo que parece ser una buena noticia. Ganó la beca de investigación y el próximo otoño viajará al otro lado del mundo para dar clases de inglés. Durante muchos meses, invirtió su energía en alcanzar esta meta y quiere aceptar su triunfo con gratitud. Pero sus ojos están enrojecidos y cansados. No está segura de querer el premio por el que se esforzó tanto.
Su asesor acaba de asegurarle que esta experiencia le “abrirá puertas”. No debe preocuparse por el futuro, pues quienes dedican unos cuantos años a este tipo de becas al final tienen muchas opciones. Pero ese pensamiento, que alguna vez le emocionó, está empezando a asustarla. ¿Qué sentido tiene una vida que no es más que una serie interminable de oportunidades?
Mientras sus pensamientos revolotean entre las posibilidades que se supone que desatará este próximo paso, parece menos emocionada por la promesa de tantas aventuras y más agotada por la idea de tener que tomar tantas decisiones. Se pregunta en voz alta si es mejor solo volver a casa y trabajar en una cafetería.
Se plantea esta idea con poco entusiasmo. Suena más como una duda sobre el paso que va a dar y menos como una decisión que consideraría de verdad. Es como si una vida que rechaza por completo el esfuerzo fuera la única alternativa que puede imaginar al de una vida de esfuerzo continuo sin propósito alguno.
Las universidades suelen funcionar como máquinas que presentan oportunidades incesantes a personas que ya son privilegiadas. Nuestro sistema educativo se enfoca a un grado obsesivo en ayudar a los estudiantes a dar el siguiente paso. Pero no les brinda el apoyo adecuado para pensar en la esencia de la vida hacia la que se dirigen. Muchas instituciones en la actualidad han olvidado que el objetivo de la propia educación liberal era enseñar el arte de elegir, capacitar a los jóvenes para que razonaran al momento de decidir a qué proyectos vale la pena dedicar su vida.
Pasamos muchos años como profesores en un campus universitario, dedicando nuestros horarios laborales a ayudar a estudiantes confundidos. Luego de un tiempo, decidimos atender este problema de manera sistemática, con el diseño de un curso que pretende instruir a los jóvenes sobre el arte de elegir. El plan de estudios comienza con “Gorgias” de Platón, un diálogo desorganizado basado en una discusión entre un Sócrates intimidante y el rufián Calicles sobre si la búsqueda de la virtud o el placer es el camino hacia una buena vida. El diálogo termina de manera inconclusa; nadie queda satisfecho. Pero con una frecuencia impresionante, despierta el tipo de pensamiento que los estudiantes necesitan para comprender mejor las decisiones que dan forma a su vida.
La primera reacción de los estudiantes al texto de “Gorgias” es incredulidad, a veces incluso espanto. La premisa del diálogo es lo que les alarma: la idea de que en serio podemos discutir lo que constituye la bondad humana. Todo lo que han aprendido hasta ahora les ha hecho creer que este tipo de discusiones no rinden ningún fruto.
“¡Pero la felicidad es subjetiva!”, exclama alguien, con la esperanza de persuadir a toda el aula. Nos rehusamos a validar este tipo de afirmaciones, lo cual siempre sorprende a la clase. La intención de nuestra renuencia es, en parte, alejar a nuestros estudiantes de la idea de que el propósito de la vida proviene de una voz misteriosa que emana de nuestro interior. Una vez que los estudiantes se desprenden de esta idea, pueden considerar la posibilidad de que las personas son capaces de razonar en conjunto y decidir cuál es la mejor manera de vivir.
Luego, buscamos crear una conversación en nuestro salón que ponga en práctica esta forma constructiva y contracultural de pensar en la felicidad. Les pedimos a los estudiantes que expliquen las razones detrás de sus opiniones sobre la mejor manera de vivir. Con un poco de práctica, uno empieza a escuchar cómo los patrones del discurso de Sócrates se filtran en sus conversaciones. Ya no esperan que sus afirmaciones causen revuelo. Comienzan a hacerse preguntas entre sí. Empiezan a enumerar premisas, a hacer inferencias y a sacar conclusiones.
Estos patrones de pensamiento académico pronto penetran en su vida personal. Comunicar los motivos detrás de nuestras decisiones personales es consentir la posibilidad de que esos motivos existen. Tomás de Aquino, otro de los autores en nuestro plan de estudios, se refiere a la razón que orienta todas tus otras razones como tu “propósito final”. Quienes descubren que tienen estos propósitos finales, y aprenden a evaluarlos, encuentran la salida del laberinto de decisiones arbitrarias en el que los jóvenes suelen quedar atrapados.
El número de propósitos finales no es infinito. Aquino sugiere la noción útil de que los máximos anhelos humanos pueden clasificarse en tan solo ocho categorías perdurables. Si queremos comprender a dónde nos dirigimos, debemos hacernos estas preguntas: ¿Me interesa esta oportunidad porque conduce a la riqueza, o lo que busco es reconocimiento y admiración? ¿Quiero alcanzar la gloria eterna, o el poder para “tener un impacto”? ¿Mi meta es maximizar mis placeres? ¿Mi deseo es tener buena salud? ¿Lo que busco es el “bienestar del alma”, como sabiduría o virtud? ¿O mi anhelo más profundo es encontrarme de frente con lo divino?
Para su sorpresa, la mayoría de los estudiantes descubren que pueden ubicar sus deseos en este mapa antiguo. Esto no hace que se sientan limitados, algo que se les ha enseñado a temer. Los hace sentir empoderados, como viajeros errantes que de pronto encuentran el rumbo en un paisaje.
Como todo buen mapa, el análisis razonado sobre los bienes humanos que propone Aquino nos puede decir algo acerca del lugar al que nos dirigimos antes de que lleguemos ahí. Por ejemplo, empezamos a andar por el camino de la riqueza, ya que es un medio universal para alcanzar casi cualquier propósito. Pero la riqueza no puede ser la meta final de la vida, pues solo brinda satisfacción cuando se intercambia por otra cosa. La admiración denota que las personas piensan que estamos haciendo algo bien. Pero se obtiene mediante el juicio errático de otros y puede confundir y engañarte.
La mayoría de los estudiantes se sienten agradecidos al descubrir el arte de elegir.
Aprender a razonar la felicidad despierta un “poder permanente en el alma”, como lo explica Sócrates, algo que es igual de grato que descubrir que nuestra voz puede entrenarse para cantar. Entonces, ¿por qué las instituciones de artes liberales casi nunca imparten este conocimiento? En algunos casos, los miembros del profesorado tienen incentivos para hacer hincapié en investigaciones especializadas en lugar de pensamientos sobre la buena vida. En otros, comparten la convicción de que la razón no es más que una extensión de la búsqueda del dominio, o la creencia rousseauniana de que el sentimiento es una mejor guía para la felicidad que la mente.
Sin embargo, la explicación más fundamental es que el modelo actual de la educación liberal —abrirnos puertas sin ayudarnos a pensar sobre lo que hay del otro lado de estas— prevalece porque repite una fórmula moderna exitosa. El agnosticismo respecto de los propósitos humanos, combinado con el aumento infinito de medios y oportunidades, ha demostrado ser un principio poderoso de organización para nuestra vida política y económica. Ha ayudado a crear la paz, la prosperidad y la libertad de las que hemos gozado durante gran parte de la edad moderna.
No obstante, la libertad y la ansiedad modernas son dos frutos del mismo árbol. Como señaló Alexis de Tocqueville hace mucho tiempo, las personas que tienen libertad y abundancia pero no conocen el arte de elegir estarán “inquietas en medio de su prosperidad”. La ansiedad, la depresión y el suicidio —aflicciones que son lamentablemente conocidas en los campus universitarios— son los acompañantes desdichados de la movilidad y la libertad que tanto atesoran las sociedades modernas.
Es por eso que las sociedades democráticas liberales necesitan que las universidades desempeñen la función de ser instituciones constructivas y contraculturales. En sus mejores momentos, estas sociedades están conscientes de su propio carácter incompleto y apoyan a las instituciones que se resisten a su tendencia inherente al agnosticismo moral, y a la desorientación y parálisis inquieto que trae consigo.
Las universidades deberían dar prioridad consciente a que los estudiantes se familiaricen con una cultura de reflexión racional sobre cómo vivir, y esta intención debe ser evidente en su misión declarada, sus discursos de convocatoria, la contratación y ascenso de su cuerpo docente y sus planes de estudio. Esto afirmará su responsabilidad de cumplir con su deber: ayudar a los jóvenes a aprender a razonar las decisiones que dan forma a su vida y a reflexionar sobre los propósitos que buscan. El arte de elegir es lo que más necesitan sus alumnos, y es lo que la educación liberal, si se comprende debidamente, siempre debió impartir.