Por qué parece que todo lo que sabíamos sobre la economía global ya no es cierto

Por qué parece que todo lo que sabíamos sobre la economía global ya no es cierto
Foto: Sarah Pabst/The New York Times.

En Londres en el 2018, cuando los líderes empresariales y políticos del mundo se reunieron en el foro económico anual en Davos, Suiza, el ambiente era de júbilo. El crecimiento de todos los países principales estaba al alza. Christine Lagarde, la entonces directora gerente del Fondo Monetario Internacional, declaró que la economía global “está en un momento ideal”.

Cinco años más tarde, el panorama sin duda es mucho más sombrío.

“Casi todas las fuerzas económicas que impulsaron el progreso y la prosperidad en las últimas tres décadas se están desvaneciendo”, advirtió el Banco Mundial en un análisis reciente. “El resultado podría ser una década perdida en ciernes, no solo para algunos países o regiones como ha ocurrido en el pasado, sino para todo el mundo”.

Han pasado muchas cosas desde entonces a ahora: se desató una pandemia, inició una guerra en Europa, las tensiones entre Estados Unidos y China se exacerbaron. Además, la inflación, que se creía ya resguardada junto a colecciones de álbumes de música disco, regresó con más fuerza que nunca.

Pero a medida que las aguas se han calmado, tal parece que casi todo lo que creíamos saber sobre la economía mundial estaba equivocado.

Las convenciones económicas de las que los formuladores de políticas se han valido desde la caída del Muro de Berlín hace más de 30 años —la infalible superioridad de los mercados abiertos, el comercio liberalizado y la máxima eficacia— parecen haberse descarriado.

Durante la pandemia de COVID-19, el impulso incesante por integrar la economía global y reducir los costos dejó a los trabajadores del sector salud sin cubrebocas y guantes médicos, a los fabricantes de automóviles sin semiconductores, a los aserraderos sin madera y a los compradores de calzado deportivo sin modelos Nike.

Foto: Fabio Bucciarelli/The New York Times.

La idea de que el comercio y los intereses económicos compartidos impedirían los conflictos militares quedó pisoteada el año pasado, bajo las botas de los soldados rusos en Ucrania.

Además, los brotes cada vez más frecuentes de clima extremo, que han destruido cultivos, forzado migraciones y frenado las operaciones de plantas eléctricas, demostraron que la mano invisible del mercado no estaba protegiendo al planeta.

Ahora que corre el segundo año de la guerra en Ucrania y los países batallan con un crecimiento débil y una inflación persistente, las preguntas sobre el campo de juego emergente de la economía han pasado a primer plano.

La globalización, que en décadas recientes se veía como una fuerza imparable de gravedad, claramente está evolucionando de maneras impredecibles. El distanciamiento de la noción de una economía mundial integrada se está acelerando. Y se libran debates intensos sobre la mejor manera de responder.

Por supuesto que los desafíos al consenso económico reinante se habían estado intensificando desde hace tiempo.

El colapso financiero de 2008 por poco acaba con el sistema financiero global. En 2016, el Reino Unido se separó de la Unión Europea. En 2017, los aranceles que el expresidente Donald Trump le impuso a China detonaron una miniguerra comercial.

Sin embargo, a partir de la pandemia, una serie ininterrumpida de crisis expuso con claridad impactante vulnerabilidades que no podían ignorarse más.

Como concluyó la firma de consultoría, EY, en su Análisis Geoestratégico 2023, las tendencias detrás del alejamiento de la globalización siempre creciente “se vieron aceleradas por la pandemia de COVID-19, y luego fueron aún más reforzadas por la guerra en Ucrania”.

 

Foto: Joao Silva/The New York Times.

El fin de la historia

La sensación de malestar que se recibe en la actualidad es un contraste evidente del excitante triunfalismo que se vivió tras el colapso de la Unión Soviética en diciembre de 1991. Ese fue un periodo en el que un teórico podía declarar que la caída del comunismo marcaba “el fin de la historia”, que las ideas democráticas liberales no solo vencían rivales, sino que representaban “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad”.

Las teorías económicas relacionadas sobre el auge inevitable del capitalismo de libre mercado en todo el mundo adquirieron un brillo similar de invencibilidad e inevitabilidad. Los mercados abiertos, el gobierno no intervencionista y la búsqueda implacable de eficiencia ofrecerían la mejor ruta a la prosperidad.

Se creía que un nuevo mundo donde los bienes, el dinero y la información se entrelazaban, en esencia, arrasaría con el antiguo orden de conflictos como el de la Guerra Fría y regímenes antidemocráticos.

Había motivos para ser optimistas. En los años noventa, la inflación tendía a la baja, mientras que el empleo, los salarios y la productividad tendían al aza. El comercio global casi se duplicó. Las inversiones en países en desarrollo se dispararon. El mercado bursátil subía como la espuma.

En 1995, se fundó la Organización Mundial del Comercio para hacer cumplir las normas. La entrada de China seis años después se consideró transformadora. Encima, el concepto de vincular un mercado inmenso con 142 países sería un punto de atracción irresistible para el gigante asiático hacia la democracia.

China, junto con Corea del Sur, Malasia y otras naciones, convirtió a agricultores carentes en trabajadores productivos de fábricas urbanas. Los muebles, juguetes y aparatos electrónicos que vendían en todo el mundo generaron un crecimiento tremendo.

Este plan de acción económica preferido ayudó a producir enorme riqueza, sacó a cientos de millones de personas de la pobreza y propició avances tecnológicos fantásticos.

No obstante, también hubo fracasos rotundos. La globalización aceleró el cambio climático y profundizó las desigualdades.

Las empresas se lanzaron a una caza internacional de trabajadores por bajos salarios, sin importarles las protecciones laborales, el impacto ambiental ni los derechos democráticos. Encontraron a muchos en lugares como México, Vietnam y China.

 

Foto: Johnny Milano/The New York Times.

Los televisores, las playeras y los tacos eran más baratos que nunca, pero muchos servicios básicos, como la atención médica, la vivienda y la educación superior eran cada vez menos asequibles.

El éxodo de trabajos recortó los salarios en territorio nacional y debilitó la capacidad de negociación de los trabajadores, lo cual alentó los sentimientos antinmigrantes y fortaleció a líderes populistas de extrema derecha como Trump en Estados Unidos, Viktor Orbán en Hungría y Marine Le Pen en Francia.

Jake Sullivan, consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, declaró en un discurso reciente que una falacia central en la política económica estadounidense había sido asumir “que los mercados siempre asignan el capital de manera productiva y eficiente, sin importar lo que hicieran nuestros competidores, sin importar la magnitud que alcanzaran nuestros desafíos compartidos y sin importar la cantidad de barreras que derribáramos”.

Los países pobres pagaron el precio

En los países en desarrollo, los resultados podrían ser graves.

Los estragos económicos que provocó la pandemia combinados con los precios elevados de los alimentos y el combustible causados por la guerra en Ucrania han creado una avalancha de crisis de deuda. Las tasas de interés cada vez más altas agravaron esas crisis. Las deudas, como los energéticos y los alimentos, suelen cotizarse en dólares en el mercado internacional, así que cuando las tasas estadounidenses suben, los pagos de deuda se encarecen.

Sin embargo, el ciclo de préstamos y rescates tiene raíces aún más profundas.

Las naciones más pobres se vieron presionadas para levantar todas las restricciones a la salida y entrada de capital del país. El argumento era que el dinero, al igual que los bienes, debía circular con libertad entre las naciones. El hecho de permitir que gobiernos, empresas e individuos pidieran préstamos a acreedores extranjeros financiaría el desarrollo industrial y la infraestructura esencial.

“Se suponía que la globalización financiera daría paso a una era de crecimiento robusto y estabilidad presupuestaria en los países en vías de desarrollo”, dijo Jayati Ghosh, economista de la Universidad de Massachusetts Amherst. Pero, agregó: “Al final, propició lo contrario”.

El regreso a la autosuficiencia

Si bien el colapso de la Unión Soviética le abrió la puerta al dominio de la ortodoxia del libre mercado, ahora la invasión de Ucrania por parte de la Federación Rusa la desató por completo.

La historia de la economía internacional hoy en día, comentó Henry Farrell, profesor de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins, trata de “cómo la geopolítica está engullendo a la hiperglobalización”.

La política de las grandes potencias al estilo del viejo mundo logró lo que la amenaza del colapso climático catastrófico, la gestación del malestar social y la desigualdad creciente no pudieron: volcó las suposiciones sobre el orden económico mundial.

Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para asuntos exteriores y política de seguridad, lo expresó sin rodeos en un discurso 10 meses después de la invasión a Ucrania: “Hemos desvinculado las fuentes de nuestra prosperidad de las fuentes de nuestra seguridad”. Europa obtenía energía barata de Rusia y productos manufacturados baratos de China. “Este es un mundo en el que eso ya no es posible”, sentenció.

Los cuellos de botella en la cadena de suministro derivados de la pandemia y la recuperación que vino después ya habían destacado la fragilidad de una economía basada en un suministro global. Conforme se exacerbaron las tensiones políticas a causa de la guerra, los formuladores de políticas se apresuraron a añadir la autosuficiencia y la fortaleza a los objetivos de crecimiento y eficiencia.

La nueva realidad se refleja en las políticas públicas estadounidenses. Estados Unidos —el artífice central del orden económico liberalizado y la OMC— se ha alejado de los acuerdos de libre comercio más integrales y, en repetidas ocasiones, se ha negado a respetar las decisiones de la OMC.

Aunque se ha abandonado parte de la ortodoxia económica del pasado, no está claro qué la remplazará. La improvisación está a la orden del día. Quizá lo único que podemos asumir con cierto grado de certeza ahora es que el camino a la prosperidad y a los compromisos políticos será más turbio que antes.

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