¿Qué tal si nosotros somos los villanos del cuento?

¿Qué tal si nosotros somos los villanos del cuento?
Foto: Mark Peterson/The New York Times. Los asistentes a un mitin escuchan al expresidente Donald Trump en Waco. 

Parece que cada semana se presentan cargos formales contra Donald Trump. A pesar de eso, todavía supera por mucho a sus rivales republicanos en las encuestas y está empatado con Joe Biden en las encuestas sobre las elecciones generales.

Las estadísticas de Trump con respecto a Biden en las encuestas son mejores ahora que en cualquier momento de 2020.

¿Qué está pasando? ¿Por qué este hombre todavía es una opción política viable, después de todo lo que ha hecho?

Por lo regular, quienes somos anti-Trump usamos una historia para explicarlo. Es una historia que quedó encapsulada en una cita que Marc Hetherington, un politólogo de la Universidad de Carolina del Norte, le dio a mi colega Thomas B. Edsall hace poco: “Los republicanos ven un mundo que cambia a su alrededor con tal rapidez que les causa incomodidad, así que quieren que desacelere, o quizás incluso que dé marcha atrás. Pero si eres una persona de color, una mujer que aprecia la equidad de género o un miembro de la comunidad LGBT, ¿querrías regresar a 1963? Lo dudo”.

En esta historia, los opositores de Trump somos los buenos, representamos las fuerzas del progreso y la instrucción. Los partidarios de Trump son intolerantes y autoritarios ultraderechistas. Según esta historia, muchos republicanos apoyan a Trump pase lo que pase porque, a fin de cuentas, todavía es el intolerante por excelencia, la personificación de su resentimiento, que es lo que más les importa.

Concuerdo en parte con esta historia, pero también acepto que es un homenaje a la autosatisfacción de las élites. Así que permítanme proponerles otra historia. Los invito a explorar una situación hipotética en que los opositores a Trump no somos siempre los buenos del cuento. De hecho, somos los villanos.

Esta historia comienza en los años sesenta

Cuando los egresados de preparatoria debían ir a Vietnam a luchar, pero los hijos de la clase educada obtenían aplazamientos por motivo de los estudios universitarios. Continúa en los años setenta, cuando las autoridades impusieron el transporte público de estudiantes en áreas de clase trabajadora de Boston, pero no en las comunidades adineradas, como Wellesley, donde ellos mismos vivían.

El ideal de que “estamos juntos en esto” quedó remplazado por la realidad de que la clase educada vive en un mundo aquí arriba y el resto debe quedarse en un mundo allá abajo. Los miembros de nuestra clase siempre hablan en público a favor de los marginalizados, pero de alguna manera siempre terminamos por construir sistemas que nos favorecen.

El más importante de esos sistemas es la meritocracia moderna. Construimos todo un orden social que separa y excluye a las personas con base en la cualidad que más poseemos: los logros académicos. Los padres con muy buena escolaridad van a escuelas de élite, se casan dentro de la misma clase, tienen empleos profesionales de altos ingresos y destinan muchos recursos a sus hijos, que ingresan a las mismas escuelas de élite, se casan entre sí y heredan los privilegios de clase exclusivos de una generación a otra.

Daniel Markovits sintetizó años de investigación en su libro titulado “The Meritocracy Trap” (La trampa de la meritocracia): “Hoy en día, los jóvenes ricos les quitan oportunidades a los chicos de clase media en la escuela, y los adultos de clase media pierden oportunidades en el trabajo frente a los egresados de las instituciones de élite. La meritocracia le cierra las oportunidades a la clase media y luego les echa la culpa a aquellos que pierden una competencia para obtener ingresos y estatus que, aunque todos respeten las reglas, solo los ricos pueden ganar”.

La meritocracia no solo es un sistema de exclusión; es una ética

Durante su presidencia, Barack Obama empleó la palabra “inteligente” en el contexto de sus políticas más de 900 veces. El corolario era que quien estuviera en desacuerdo con sus políticas (y quizá no hubiera ido a la escuela de derecho de la Universidad de Harvard) de seguro era tonto.

En décadas recientes nos hemos apoderado de profesiones enteras y no le permitimos el ingreso a nadie más. Cuando empecé mi carrera de periodismo en Chicago en los años ochenta, todavía había algunos tipos viejos e irascibles de clase trabajadora por la sala de redacción. Ahora no solo constituimos una profesión dominada por egresados universitarios, sino que constituimos una profesión dominada por egresados de universidades de élite.

Solo el 0,8 por ciento de los estudiantes universitarios se gradúan de las 12 instituciones de mayor renombre (las universidades de la Liga de la Hiedra más Stanford, MIT, Duke y la Universidad de Chicago). Un estudio de 2018 reveló que más del 50 por ciento de los escritores de planta en nuestros queridos periódicos The New York Times y The Wall Street Journal habían estudiado en una de las 29 universidades más elitistas de la nación.

En un artículo de la revista Compact, Michael Lind advierte que el mercado laboral de la clase media alta es parecido a un candelabro: “Aquellos que logran escurrirse por el eje principal de unas cuantas universidades y colegios de prestigio en su juventud luego pueden tener acceso a las ramificaciones para ocupar puestos de liderazgo casi en todas las vocaciones”.

O, en palabras de Markovits: “Los egresados de las universidades de élite monopolizan los mejores empleos y al mismo tiempo inventan nuevas tecnologías que les dan privilegios a los trabajadores superpreparados, con lo que mejoran los mejores empleos y empeoran todos los demás”.

Los integrantes de nuestra clase también nos aislamos en unas cuantas áreas metropolitanas florecientes: San Francisco, D. C., Austin y Texas, entre otras. En 2020, Biden solo ganó alrededor de 500 condados, pero que en conjunto son responsables del 71 por ciento de la economía estadounidense. Trump ganó en más de 2500 condados, responsables de solo el 29 por ciento. Una vez que encontramos nuestros grupitos, no salimos mucho de ellos. En el libro “Social Class in the 21st Century” (La clase social en el siglo XXI), el sociólogo Mike Savage y sus colegas investigadores descubrieron que los miembros de la clase más educada tienden a ser los más aislados, con base en la regularidad con que tienen contacto con quienes tienen empleos distintos a los nuestros.

Armados con todo tipo de poder, desde económico y cultural hasta político, respaldamos políticas que nos ayudan. El mercado libre abarata los productos que compramos y no es probable que nuestro trabajo se traslade a China. La inmigración abierta abarata a nuestro personal de servicio, pero no es probable que los inmigrantes nuevos con menor educación ejerzan alguna presión a la baja en nuestro salario.

Al igual que todas las élites, utilizamos el lenguaje y las costumbres como herramientas para reconocernos y excluir a otros. Utilizar palabras como problemático, cisgénero, latinx e interseccional es una señal segura de que tenemos capital cultural a tope. Por su parte, los integrantes de las clases con menos educación deben andarse con cuidado, porque nunca saben si ya cambiamos las reglas de uso y algo que podía decirse hace cinco años ahora garantiza tu despido.

También cambiamos las normas morales según nos conviene, sin importar el costo que tenga para otros. Por ejemplo, solía existir una norma para desalentar a las personas de tener hijos sin estar casados, pero la eliminamos durante nuestro periodo de dominio cultural, cuando acabamos con normas que parecían moralistas o que podrían inhibir la libertad individual.

Después de eliminar esta norma social, sucedió algo gracioso

Una proporción avasalladora de los miembros de nuestra clase se casaron de cualquier manera y tuvieron hijos. Las personas que no tenían nuestros recursos ni el apoyo de las normas sociales no pudieron hacer lo mismo en una proporción tan elevada. Como señala Adrian Wooldridge en su magistral libro de 2021, “The Aristocracy of Talent” (La aristocracia del talento): “El 60 por ciento de los alumbramientos de las mujeres que solo cuentan con un certificado de preparatoria ocurren fuera del matrimonio, mientras que ese porcentaje es solo del 10 por ciento entre las mujeres con un grado universitario”. Wooldridge subraya que esto importa porque “la tasa de padres solteros es el indicador más significativo para predecir la inmovilidad social en el país”.

¿Esto significa que me parece que la gente de mi clase es malvada y despiadada?

No, la mayoría somos sinceros, amables y generosos. Eso sí, damos por hecho que persistirán algunos sistemas que nos benefician, pero que se han vuelto opresores. Las instituciones de élite se han vuelto muy progresistas en lo político en parte debido a que quienes las integran quieren sentirse bien consigo mismos, aunque participan en sistemas en los que impera la exclusión y el rechazo.

Es fácil comprender por qué las personas de clases menos educadas pueden llegar a la conclusión de que son víctimas de un ataque económico, político, cultural y moral y por qué siguen a Trump, a quien consideran su mejor guerrero contra la clase educada. Trump entendió que los empresarios no son quienes representan la mayor amenaza para los trabajadores, sino la clase profesionista. Trump comprendió la enorme necesidad de un líder que nos picara los ojos con su pulgar a diario y rechazara al régimen epistémico que incorporamos.

Para quienes el populismo desconfiado es su visión básica del mundo, las acusaciones formales contra Trump parecen tan solo otra escaramuza en la guerra de clases entre profesionistas y trabajadores, otro ataque de un montón de abogados costeros con la intención de vencer al hombre que los resiste con más ímpetu. Por supuesto, las acusaciones no hacen que sus partidarios abandonen a Trump. Más bien refuerzan su lealtad. Es la historia de las encuestas de los últimos seis meses.

¿Los partidarios de Trump tienen razón y las acusaciones solo son una cacería de brujas política?

Por supuesto que no. En mi calidad de miembro bien identificado de mi clase, todavía confío, en esencia, en el sistema y los árbitros neutrales de la justicia. Trump es un monstruo tal como hemos dicho desde hace años y tiene bien merecido ir a prisión.

Pero hay un contexto más amplio. Como escribió el sociólogo E. Digby Baltzell hace décadas: “La historia es un cementerio de clases que han preferido los privilegios de casta al liderazgo”. Ese es el destino que podría tocarle a nuestra clase. Podemos condenar a los populistas seguidores de Trump hasta el cansancio, pero la verdadera pregunta es cuándo abandonaremos las conductas que hacen inevitable el trumpismo.

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