La era del papa Francisco en la religión católica es un buen ejemplo de cómo lo anormal e incluso extraordinario, si se repite lo suficiente, puede llegar a sentirse como algo común y cotidiano.
Es innegable el desenfreno de esta última década: la primera renuncia de un papa en siglos, el ascenso de un nuevo papa que comenzó a buscar los medios para modificar la doctrina católica, el intento de rebelión de los propios cardenales del papa, las crecientes amenazas de cisma por parte de las alas tradicionales y progresistas de la Iglesia.
Durante mucho tiempo, hubo un apremio obligado por ponerse a escribir sobre todo esto. Dondequiera que el lector estuviera, católico o no católico, era importante transmitir el gran drama que envuelve a la institución religiosa más grande del mundo.
No obstante, conforme se desarrolla el último acto en Roma, con la reunión de obispos y laicos que se conoce como “el sínodo sobre la sinodalidad”, ahora la sensación es más de repetición y familiaridad.
Una vez más, al igual que lo hizo con sínodos anteriores, el papa Francisco ha convocado a un debate que, supuestamente, es ilimitado, dialógico, donde el Espíritu Santo vuela por donde quiere, pero en la práctica parece pensado para brindarle cobertura al propio papa, el único que en realidad decide, para alinear más a la Iglesia con la cultura de un Occidente posterior a la revolución sexual.
Una vez más, aumentan las expectativas progresistas cuando se anuncian cambios importantes: la posibilidad de darle la bendición a las relaciones del mismo sexo y la posibilidad de que las mujeres ejerzan el diaconado. Una vez más, los cardenales conservadores están intentando organizarse en contra de esos cambios, con preguntas y comunicados públicos radicales (los llamados dubia) dirigidos directamente al papa.
Y una vez más, con los dramas teológicos de este pontificado, tenemos escándalos sexuales en un segundo plano. Uno de los pastores del sínodo es el nuevo prefecto para la Doctrina de la Fe del papa Francisco, su antiguo colaborador argentino, el arzobispo (ahora cardenal) Víctor Manuel Fernández, quien fue ascendido pese a un accidentado historial relacionado con su manejo de abusos sexuales clericales.
Luego, más hacia atrás en las sombras del catolicismo está el escándalo latente del sacerdote y artista Marko Rupnik, un famoso pintor de horripilantes íconos con ojos hundidos acusado de agredir a mujeres de su comunidad de maneras sacrílegas y asquerosas, y cuyas repetidas rehabilitaciones sugieren que goza de algún tipo de favor especial en el Vaticano.
Tal vez todo esto suene como si se tratara de una obra de teatro, pero a base de repeticiones viene la sensación de que sabemos cómo se desarrollará el drama. El patrón en el que agresores acusados o quienes permiten las agresiones de alguna manera siguen siendo favorecidos siempre y cuando se sepa que están en el “equipo” del papa es un patrón conocido en este pontificado, y la polarización de la Iglesia significa que casi todos los conservadores se quejan al respecto, mientras que la solidaridad de los medios de comunicación seculares con Francisco limita el furor que habría habido con escándalos parecidos en el pontificado de Benedicto XVI.
Mientras tanto, las rebeliones de los conservadores en contra del papa han sido autolimitantes hasta ahora, en parte debido a las contradicciones internas que participan en la resistencia de los conservadores a la autoridad papal así como a la falta de mecanismos eficaces para esa resistencia, a la que le falta un verdadero cisma. (Incluso el crítico del papa más declarado en el episcopado estadounidense, el obispo de Texas, Joseph Strickland, ha reconocido que obedecería si fuera destituido de su cargo).
Por su parte, Francisco ha tenido cuidado de no arriesgarse a forzar un cisma sobre sus críticos. En este sentido, las noticias previas al sínodo que acapararon los titulares de que el papa está dispuesto a bendecir a las parejas homosexuales parece una continuación del planteamiento que adoptó sobre la comunión de las personas católicas divorciadas y vueltas a casar en una ronda anterior de polémica sinodal. Esto combina una reafirmación formal de la doctrina católica —en este caso, sobre la imposibilidad del matrimonio entre personas del mismo sexo— con una autorización tácita de que los sacerdotes tomen sus propias decisiones acerca de dar su bendición, siempre y cuando esas decisiones no se formalicen en ningún tipo de norma o categoría.
El acto de malabarismo pensado es enmarcar la liberalización como algo excepcional e individualizado para que los progresistas de la Iglesia pongan en práctica las innovaciones que quieren, y los conservadores estén tranquilos de que la teoría formal de la Iglesia se queda intacta.
Esto es solamente un acto de malabarismo de corto plazo y no una visión para la unidad de la Iglesia a largo plazo. En los territorios más liberales del catolicismo, en Alemania y otros lugares, es evidente que las excepciones individualizadas solo serán bienvenidas como un medio para que haya otros cambios en todo el conjunto de los puntos controvertidos. En el lado conservador, realmente nadie se engaña lo que está haciendo el Vaticano (ni tampoco se tranquiliza con las invocaciones solemnes al Espíritu Santo) y el distanciamiento se profundizará cuanto más tiempo el pontificado aplique su estrategia actual, y la ruptura seguirá siendo imposible solo hasta que de pronto ya no lo sea.
Pero a la edad de 86 años, parece poco probable que el papa Francisco sea pontífice a largo plazo y parece poco probable que se aparte de su planteamiento si vive para el final de este sínodo en 2024. Más bien, lo más seguro es una continuación del drama que hemos presenciado hasta ahora, en el cual el torbellino se ensancha un poco más cada vez, pero la culminación, ya sea la transformación o el desastre, está a la espera de su sucesor.