La orden estaba dada. El mensaje debía enviarse alto y claro: Todo aquel que incomode al poder será castigado. Jaime Caballero, dirigente del SUNTRACS, fue el señuelo en una operación política disfrazada de justicia.
Lo que era un secreto a voces se convirtió en acción concreta. Y el aparato judicial —lubricado por el engranaje de un sistema profundamente corrompido— se puso en marcha obedientemente.
El presidente Mulino no ocultó sus intenciones. En su ya habitual monólogo de los jueves, dejó claro que las cuentas del SUNTRACS seguirían congeladas mientras él ocupe el poder. Esa declaración, lejos de ser una opinión política, fue una advertencia directa, una instrucción explícita a las instituciones que deberían actuar con independencia.
Acto seguido, el fiscal contra el crimen organizado, Emeldo Márquez, imputó cargos por blanqueo de capitales y delitos financieros sin presentar una fuente ilícita específica ni una entidad financiera afectada.
¿Dónde está la prueba concreta? ¿Cuál es el supuesto delito? No hubo respuestas, solo acusaciones vagas y construidas para justificar una decisión que ya estaba tomada.
Peor aún fue la actuación de la jueza de garantías, Meilyn Jaén quien, en vez de ejercer su rol constitucional como garante del debido proceso, se convirtió en cómplice pasiva de una farsa judicial.
Su deber era velar por los derechos fundamentales de todas las partes, en especial del imputado, y garantizar que el proceso penal se desarrolle conforme a la ley. Pero optó por mirar hacia otro lado, renunciando a su independencia y legitimando una operación que vulnera no solo derechos individuales, sino también la libertad de organización sindical y la protesta social.
Lo que estamos presenciando es la consolidación de una justicia selectiva, usada como herramienta de represión política.
No se trata de perseguir delitos reales, sino de enviar un mensaje disciplinador a movimientos sociales que históricamente han ejercido una oposición activa y crítica.
El SUNTRACS, guste o no, representa una voz incómoda para el poder económico y político. Y por eso debe ser castigado, ejemplarizado.
Hoy no es solo Jaime Caballero el que está siendo procesado. Es la democracia misma la que está siendo erosionada cada vez que se usa al Ministerio Público como arma, cada vez que se prostituye el rol de los jueces, y cada vez que el Ejecutivo dicta la línea de acción a un sistema judicial que debería actuar con independencia.
Este no es un caso aislado. Es un precedente peligroso. Y como sociedad civil, tenemos la obligación de denunciarlo, de exigir un proceso justo, y de defender la autonomía de las organizaciones sociales frente a un
Estado que prefiere perseguir a los que protestan antes que corregir las causas del descontento.
El derecho penal no puede ser el látigo del poder.
La justicia no puede servir de escudo para la impunidad ni de espada para la persecución.
Y el silencio ciudadano solo abonará el terreno para que la arbitrariedad se convierta en norma.