LONDRES — Durante más de una década, Flavius Tudor ha compartido con su madre, que vive en Rumania, el dinero que ha ganado en el Reino Unido y le ha enviado de manera periódica la suma que le permitía comprar sus medicamentos.
El mes pasado, el flujo se revirtió. Su madre de 82 años le envió dinero para que pudiera pagar sus cuentas.
Cuando le subió la fiebre y le dio una tos persistente en medio de la pandemia de coronavirus, Tudor, de 52 años, ya no pudo ingresar al asilo de ancianos donde trabajaba como cuidador. Así que su madre usó su pensión, obtenida gracias a toda una vida como bibliotecaria en uno de los países más pobres de Europa, y le envió dinero a su hijo que radica en uno de los países más ricos del mundo.
“Son épocas muy difíciles”, comentó. “Estoy perdido”.
En todo el mundo, la pandemia ha puesto en riesgo una arteria vital de financiamiento que sustenta a cientos de millones de familias: las remesas que los trabajadores migrantes que laboran en países ricos envían a sus países de origen. Como el coronavirus paralizó las economías y ha originado desempleo, las personas que estaban acostumbradas a cuidar a sus familiares que permanecen en sus países han perdido sus ingresos, lo que las ha obligado a depender de quienes han dependido de ellos.
Según el Banco Mundial, el año pasado, los trabajadores migrantes enviaron a sus países una suma histórica de 554.000 millones de dólares, más del triple que la cantidad de ayuda para el desarrollo otorgada por los países ricos. Pero es probable que esas remesas se reduzcan a una quinta parte este año, lo que representa la contracción más importante de la historia.
La caída augura una catástrofe y aumenta la posibilidad de que la pandemia genere el primer incremento de la pobreza a nivel global desde la crisis financiera de Asia en 1998. Se cree que, aproximadamente, de 40 a 60 millones de personas caigan en pobreza extrema este año, lo que el Banco Mundial define como vivir con 1,90 dólares o menos al día.
La disminución de las remesas es tanto un resultado de la crisis que abruma al mundo como un presagio de otros problemas que se avecinan. Con base en el poder adquisitivo, los países en desarrollo representan el 60 por ciento de la economía mundial, según el Fondo Monetario Internacional. Un menor gasto en los países más pobres se traduce en menos crecimiento económico para el mundo.
Al igual que la pandemia que la ha provocado, la disminución de las remesas es global. Se espera que Europa y Asia Central sufran una caída de casi el 28 por ciento en las retribuciones que se envían desde otros países, mientras que en la África subsahariana se contempla una caída del 23 por ciento. Parece que Asia del sur se prepara para un descenso del 22 por ciento, mientras que Medio Oriente, el norte de África, Latinoamérica y el Caribe podrían asumir una reducción de más del 19 por ciento.
En general, de acuerdo con un cálculo de la Red de Naciones Unidas sobre la Migración, la pandemia ha deteriorado el potencial de ingreso de 164 millones de trabajadores migrantes que apoyan al menos a 800 millones de sus familiares que viven en países menos ricos.
Estamos hablando de un número extraordinario de personas que se benefician de las remesas, señaló Dilip Ratha, economista principal sobre migración y remesas del Banco Mundial en Washington.
Aventurarse a trabajar en el extranjero está vinculado con el peligro, ya que los trabajadores migrantes están expuestos a agentes de reclutamiento deshonestos, a empleadores que los explotan y a los peligros físicos del trabajo físico. También es una manera particularmente eficaz de aspirar a un ascenso social.
Las familias que reciben remesas se alimentan mejor y tienen más probabilidades de que sus hijos sigan estudiando en vez de verse presionados a sumarse a la fuerza laboral. Los bebés que nacen dentro de familias que reciben remesas tienden a tener un mayor peso al nacer.
Mahammed Heron salió hace tres años de su pueblo en las afueras de Dacca, Bangladés, para trabajar en Catar, el país rico en recursos energéticos, siguiendo la ruta emprendida por decenas de millones de migrantes de Asia del sur.
Les pidió prestados 400.000 takas bangladesís (cerca de 4700 dólares) a sus familiares y se puso en contacto con un agente de reclutamiento local que le compró un boleto de avión, le garantizó una visa de trabajo y le prometió un empleo. Era una cantidad descomunal de dinero en Bangladés, más del doble del ingreso nacional per cápita (aproximadamente 1855 dólares). Su esposa, Monowara Begum, estaba aterrada. Su primer esposo —el hermano mayor de Heron— había muerto a manos de un chofer ebrio hacía más de una década en Arabia Saudita, donde estuvo trabajando como conserje de un hospital.
Pero si era atemorizante la expectativa de que su esposo se arriesgara en el golfo Pérsico, parecía todavía más arriesgado que se quedara.
Su familia vivía en una choza hecha de aluminio corrugado vulnerable a las lluvias torrenciales del monzón. No tenían agua potable. Heron ganaba unos 300 takas (cerca de 3,50 dólares) al día por su trabajo en los arrozales de los alrededores. Casi nunca podían darse el lujo de comer carne o pescado y subsistían con arroz y papas. Su hijo mayor tenía una afección cardiaca, por lo que tenía que tomar medicamentos.
La única manera de salir de la pobreza era invertir en la educación de sus hijos, pero las colegiaturas llegaban a 6000 tacas (más de 70 dólares) por un año.
“Nuestra situación económica nunca fue buena”, explicó Begum en una entrevista por video, mientras los pájaros trinaban ruidosamente en la aldea. De mala gana, aceptó ese plan.
En septiembre de 2018, cuando Heron aterrizó en Doha, no solo recibió el impacto del calor abrasador, sino que la agencia de reclutamiento no le había conseguido empleo. “Me engañaron”, comentó en una entrevista por video.
Buscó trabajo con desesperación y finalmente consiguió un puesto en una agencia de empleos que le asignó una diversidad de tareas: limpiar oficinas, hacer jardinería y cavar en el suelo arenoso para instalar cables de fibra óptica.
A Heron le pagaban un salario mensual de 900 riales cataríes (unos 250 dólares) y le asignaron una litera dentro de una habitación en un dormitorio que compartía con otros 15 hombres, todos ellos de Bangladés.
Cada dos o tres meses, enviaba a casa unos 30.000 takas (cerca de 350 dólares), pero todo eso era para pagar su deuda… y solo había pagado una cuarta parte.
Posteriormente, en mayo, cuando se paralizó gran parte de la vida en Doha por el coronavirus, la agencia dejó de pagarles a los trabajadores, comentó Heron. Tuvo un ataque de asma que requirió hospitalización, lo que le consumió todos sus recursos y dejó de mandar dinero a casa.
Según el banco central del país, para Bangladés, en general, las remesas que se recibieron de otros países cayeron un 23 por ciento en abril, en comparación con el año anterior, y en mayo disminuyeron en 13 por ciento, aunque en junio hubo un incremento.
Las escuelas siguen cerradas en Bangladés, pero Begum no ve posibilidades de enviar a su hijo de 16 años, Hasan, cuando vuelvan a abrir.
Begum ha estado presionando a Hasan para que busque trabajo, tal vez en la construcción, o quizás en un taller mecánico. Él se ha estado rehusando y prefiere quedarse en casa a leer libros de texto.
“Quiero seguir con mis estudios”, afirmó. Imagina su vida como ingeniero de software. El rostro se le ilumina —es un adolescente delgado, parado sin camisa frente a su choza mientras los gallos cacarean— cuando cuenta que se imagina en una oficina reluciente inclinado frente a una computadora.
Cada tantos días, Hasan y su madre usan una aplicación de celular y una tarjeta de prepago de internet para hablar con Heron, quien se encuentra varado en el dormitorio de Catar. Está demasiado enfermo para trabajar, comentó, pero no tiene dinero para tomar un avión de regreso a casa. Después de otro año, la agencia de empleos está obligada contractualmente a pagarle el vuelo de regreso a casa. Desea una nueva oportunidad, con la esperanza de recuperar su salud, con la esperanza de que vuelvan a pagarle y lograr que sus propios hijos se libren de su destino.
“Sueño con que mis hijos hagan algo con sus vidas”, comentó.
En el pueblo de Patzún, Guatemala, la familia de Édgar Tzirin usaba el dinero que él ganaba trabajando como cocinero en un restaurante de sopa y sándwiches de Nueva York para construir una casa nueva. Tzirin ganaba unos 2000 dólares al mes. Cada dos semanas, enviaba sin falta a su familia de 500 a 700 dólares.
Este dinero resultó ser indispensable en el momento en que la pandemia dejó sin empleo a sus tres hermanas. Cuando tuvieron que hospitalizar a su madre —tal vez con COVID— él se hizo cargo de los gastos.
Pero en abril, con la suspensión de actividades en Nueva York, Tzirin perdió su empleo. Cuando murió su abuelo al mes siguiente, no pudo enviarles dinero para su funeral y eso le causó un profundo dolor. Solía hablar con su familia cada dos o tres días, pero ya no puede soportarlo y se ha retraído en su aislamiento y soledad. No les ha contado que perdió el empleo.
“Mi familia me necesita”, afirmó.
Tzirin se levanta a las 5:30 todos los días y sale a buscar trabajo en la construcción o empleos temporales como jornalero, pero casi siempre regresa a casa con las manos vacías. “No encuentro nada”, señaló.
Ya debe tres meses de renta. Tiene pensado regresar a Guatemala por primera vez en una década, pero ¿qué puede hacer ahí?
“Es una experiencia muy dura”, comentó Tzirin. “La gente se está desesperando”.
Muchos trabajadores migrantes se están enfrentando a dos emergencias al mismo tiempo: la pérdida de sus ingresos y la amenaza del virus.
Tudor, el inmigrante rumano que vive en el Reino Unido, salió de su región de origen en Transilvania cuando tenía veintitantos años. Después de dejar una vida peligrosa de minero en una mina de carbón, primero llegó a España, donde trabajó en el área de seguridad. Cuando la crisis financiera global hundió al país en una verdadera depresión en 2009, se fue al Reino Unido y se estableció en Weston-super-Mare, un pueblo costero de 76.000 habitantes a unos 250 kilómetros al oeste de Londres.
Las agencias de empleos lo asignaban a centros de cuidado de gente de edad avanzada por temporadas. Su empleo más reciente fue en un asilo de ancianos con fines lucrativos llamado The Heathers. Estaba ganando 848 libras (aproximadamente 1070 dólares) a la semana. Su esposa trabajaba en el aseo de las habitaciones de un hotel y ganaba 1200 libras (unos 1536 dólares) al mes.
Cuando llegó el coronavirus, le redujeron las horas a su esposa. Los hospitales empezaron a trasladar a los asilos a los pacientes mayores que tenían el virus.
Tudor pronto empezó con tos y fiebre, lo que lo obligó a dejar de asistir a trabajar. Dio negativo para el coronavirus dos veces, pero no ha podido encontrar otro empleo.
En años recientes, el Reino Unido ha reducido de manera considerable los programas gubernamentales de apoyo para los desempleados y para quienes tienen dificultades al momento de pagar sus cuentas y los ha incorporado a un esquema de pagos conocido como crédito universal.
Tudor ha cambiado su sueldo por un pago de crédito universal de 1000 libras (1280 dólares) al mes, lo que ha reducido su ingreso prácticamente a la mitad. Se le han roto sus anteojos, pero no puede costear la compra de otros. Cuando se venció la renta del mes pasado, pudo pagarla gracias a la ayuda de su madre que vive en Rumania.
“El mundo no sabe hacia dónde va”, comentó. “Ninguna sociedad puede manejar esta situación”.