Lo último que Mayra Ramírez recuerda de la sala de urgencias en el Hospital Northwestern Memorial de Chicago es haber llamado a su familia por teléfono para decirle que tenía COVID-19, por lo que la iban a conectar a un respirador y necesitaba que su madre tomara las decisiones médicas por ella.
Ramírez, de 28 años, no se despertó en más de seis semanas. Luego supo que el 5 de junio se había convertido en la primera paciente de COVID-19 en Estados Unidos en recibir un doble trasplante pulmonar.
El miércoles la dieron de alta del hospital.
Ramírez forma parte de un número pequeño pero creciente de pacientes cuyos pulmones han sido destruidos por el coronavirus y cuya única esperanza de supervivencia es un trasplante de pulmones.
“Estoy bastante segura de que, si hubiera estado en otro centro, simplemente habrían finalizado el cuidado y me habrían dejado morir”, dijo en una entrevista el miércoles.
Se considera que esa operación es una medida desesperada, exclusiva para personas con daño pulmonar irreversible y letal. Los doctores no quieren sacarle a nadie sus pulmones si existe la posibilidad de que sanen. En general, solo se realizaron unos 2700 trasplantes pulmonares en Estados Unidos el año pasado.
Los pacientes deben estar lo suficientemente enfermos como para necesitar un trasplante, pero a la vez lo suficientemente fuertes para sobrevivir a la intervención, recuperarse y seguir con sus vidas. Con una enfermedad nueva como el COVID-19, los doctores siguen aprendiendo cómo lograr ese equilibrio.
“Es un cambio de paradigma muy grande”, dijo el cirujano de Ramírez, Ankit Bharat. “El trasplante de pulmones no se ha considerado como un posible tratamiento para una enfermedad infecciosa, así que la gente necesita habituarse más a esa idea”.
El 5 de julio, realizó una intervención quirúrgica similar en otro paciente con COVID-19, Brian Kuhns, de 62 años, proveniente de Lake Zurich, Illinois.
Kuhns estuvo 100 días conectado a máquinas de soporte vital antes de recibir el trasplante. Previo a enfermarse, pensaba que el COVID-19 era un embuste, afirmó su esposa Nancy Kuhns en una declaración publicada por el hospital.
“Si mi historia puede enseñarles algo, es que el COVID-19 no es ninguna broma”, dijo Brian Kuhns.
Dos pacientes más en el Hospital Northwestern Memorial están en espera de trasplantes, uno de Chicago y otro de Washington D. C., dijo Bharat, jefe de cirugía torácica y director quirúrgico del programa de trasplante de pulmones.
Se espera que la próxima semana llegue un paciente de Seattle, y el equipo del Northwestern está asesorando sobre otro caso de un grupo médico en Washington. Otros centros de trasplantes están considerando intervenciones similares, dijo Bharat.
El viernes pasado, un paciente de COVID-19 que fue trasladado de otro estado se sometió a un trasplante pulmonar doble en el Hospital Health Shands de la Universidad de Florida en Gainesville, dijo el médico Tiago Machuca.
Si bien otros centros han preferido referir los casos a otras instituciones, la mayoría de los pacientes tenían otros problemas médicos graves que los descartaban, afirmó el doctor.
En algunos casos, sostuvo Bharat, parecía que los hospitales esperaban demasiado tiempo para recomendar un trasplante. Un paciente que habían referido a su centro parecía ser un buen candidato, pero luego tuvo una hemorragia grave en los pulmones, así como insuficiencia renal, por lo que ya no era posible someterlo a una intervención quirúrgica.
“Creo que la gente tiene que reconocer cuando esto es una opción y al menos empezar a hablar de eso antes de que llegue a ese punto”, dijo Bharat.
Como el extenso daño pulmonar en los pacientes con COVID-19 hace que la cirugía de trasplante sea especialmente difícil, la mayoría de los pacientes serían referidos a los principales centros de trasplantes que están mejor equipados para realizar las arriesgadas operaciones y proporcionar el cuidado posterior intensivo que los pacientes necesitan, según dijeron los cirujanos. Brian Kuhns fue transferido al Northwestern desde otro sistema de salud.
Antes de enfermarse, Ramírez, asistente legal de un bufete de abogados especializado en inmigración, trabajaba desde su casa y pedía sus comestibles a domicilio.
Estuvo enferma durante unas dos semanas, por lo que llamó a una línea de asistencia de COVID-19 y mencionó cuáles eran sus síntomas. En algún momento, se dispuso a ir al hospital, pero luego regresó sin haber ingresado. Temía ser admitida y se dijo a sí misma que se recuperaría.
Pero el 26 de abril, su temperatura alcanzó los 40 grados Celsius y estaba tan débil que se cayó cuando trató de caminar. Un amigo la llevó al hospital. Cuando los médicos le dijeron que necesitaba un respirador, también llamado ventilador, no tenía idea de lo que eso significaba. Pensó que se referían a algún tipo de ventilador normal.
“Pensé que solo estaría allí un par de días, como máximo, y regresaría a mi vida normal”, expresó.
Pero estuvo seis semanas conectada al respirador y además necesitaba una máquina que suministrara oxígeno directamente a su torrente sanguíneo.
La enfermedad era implacable. Las infecciones bacterianas se propagaron, cicatrizaron sus pulmones y los carcomieron hasta hacerle hoyos. El daño pulmonar causó problemas circulatorios que empezaron a afectar su hígado y corazón.
Los médicos le dijeron a su familia en Carolina del Norte que tal vez era tiempo de ir a Chicago a despedirse, y su madre y sus dos hermanas fueron a verla.
Pero Ramírez aguantó, eliminó el coronavirus de su cuerpo y fue puesta en la lista de trasplantes. Dos días después, el 5 de junio, la sometieron a una intervención quirúrgica de 10 horas.
Se despertó con cicatrices, moretones, desesperadamente sedienta e incapaz de hablar, “con todos estos tubos saliendo de mí, y no lograba reconocer mi propio cuerpo”.
La enfermera le preguntó si sabía qué día era. Pensó en una fecha a inicios de mayo pero ya estaban a mediados de junio.
No le dijeron que había recibido un trasplante de pulmones, sino hasta varios días después de que despertó.
“No podía procesarlo”, dijo. “Tenía dificultades para respirar, y tenía sed. Pasaron varias semanas antes de que pudiera sentirme agradecida y percatarme de que por ahí había una familia que había perdido a un ser querido”.