,

Los tres secuestros de N.: cómo funcionan los secuestros corporativos

Los tres secuestros de N.: cómo funcionan los secuestros corporativos
Imagen ilustrativa de una privación de libertad. Foto: AFP.

A unos cuantos días de la Navidad de 2013, Stuart Dempster alquiló un auto para ir de Bangkok a la ciudad rural de Ban Phai, al noreste de Tailandia. A Dempster, entrenador australiano de atletismo de 55 años, lo acompañaba un contratista de seguridad alto y fornido. Ambos se preparaban para secuestrar a la hija de Dempster.

Mientras se dirigían a toda velocidad hacia el norte, pasando por la reserva Lam Takhong, rodeada de montañas, y el Parque Nacional de Khao Yai, Dempster no estaba seguro de qué esperar. No había visto a su hija de 5 años, N., en casi un año. En su casa en Brisbane, había acordado gastar varios miles de dólares para contratar a Brad Stilla, el contratista, a través de una empresa llamada Child Recovery Australia, una de las pocas agencias que reúnen a padres con hijos que sus exparejas se llevaron. Stilla se encontró con Dempster en un hotel de Bangkok después de volar desde China y presumió que sabía kung-fu.

Después de varias horas, el auto se detuvo en las afueras de la escuela Santo Redentor en Ban Phai, una academia católica privada que se encuentra en una calle concurrida y arbolada en el centro de la ciudad. Dempster y Stilla caminaron hacia la entrada: un amplio y ventilado atrio junto a una cancha de baloncesto. Dempster percibió una sensación nerviosa en su estómago, como a menudo le ocurría antes de las carreras importantes. Dentro de la escuela, preguntó dónde podía encontrar a N., y un profesor señaló un aula que estaba en el piso de arriba. Se preguntó si su hija lo reconocería.

Once meses antes, la esposa de Dempster, una tailandesa llamada Atchariya Chaloemmeeprasert, había llevado a N. a Ban Phai para visitar a sus familiares. Era una época infeliz en su matrimonio: con una diferencia de edad de 24 años, peleaban con frecuencia y dormían en habitaciones separadas. Durante su viaje a Ban Phai, Atchariya nunca llamó a casa. El día que tenía previsto volver, su tío, un escocés que tenía un negocio en Tailandia, le dijo a Dempster que ella ya no quería hablar con él. Planeaba quedarse en Ban Phai con su hija.

“Era difícil pensar con claridad”, recordó Dempster. “Solo pensé: ‘¿Hice algo malo?’. Nadie es perfecto, y no hay una regla absoluta para criar a los hijos o para las relaciones. Pero no había hecho nada para justificar esta situación”.

A menudo es poco lo que pueden hacer la policía o los tribunales familiares cuando uno de los padres se lleva a un niño al extranjero sin el permiso del otro. Sin embargo, en Australia, Estados Unidos y decenas de países más, el padre que se queda en el país puede solicitar la devolución del niño conforme a un tratado internacional de 1980, el Convenio de La Haya sobre los Aspectos Civiles de la Sustracción Internacional de Menores. Los países que adoptan el pacto acuerdan ayudar a resolver los casos de secuestro parental internacional devolviendo a los niños a su “residencia habitual”, donde los tribunales familiares locales pueden determinar la custodia.

A principios de 2013, poco después de que N. desapareció en Tailandia, Dempster se puso en contacto con la oficina del fiscal general de Australia para solicitar el regreso de su hija. Pronto se sintió frustrado con el proceso. El papeleo era complicado. Su trabajador social tardaba en responderle los mensajes. Y cuando el gobierno australiano abordó el tema con Tailandia, las autoridades locales aseguraron que no podían localizar a Atchariya. “Es un sistema deficiente”, dijo Dempster. “Nos falla todo el tiempo”.

Con el paso de los meses, Dempster empezó a considerar otra opción. Había leído en internet acerca de los cazarrecompensas que recuperan niños secuestrados, toda una industria de “agentes de recuperación”, como se hacen llamar, quienes operan en zonas muy ambiguas en términos legales y éticos, y se llevan a los niños tras encontrarlos en la calle en países extranjeros.

Un abogado de la oficina del fiscal general de Australia le pidió a Dempster que evitara estos grupos, que a menudo infringen la ley, sobornan a la policía y pasan de contrabando a los niños a través de las fronteras. Algunos padres han perdido decenas de miles de dólares a manos de agentes que resultan ser deshonestos o ineptos. Incluso una “recuperación” exitosa puede poner a los niños en peligro. “Dos males no hacen un bien”, le dijo el abogado.

No obstante, Dempster quedó impresionado por el sitio web de Child Recovery Australia. A finales de 2013, viajó por la Costa del Sol en Australia para conocer al fundador de la empresa, un investigador privado de cabello cano llamado Colin Chapman, quien comenzó a rastrear niños como colaborador de una televisora australiana en la década de 1990. Después de escuchar la historia de Dempster, Chapman le mostró imágenes de Ban Phai en Google Earth y le explicó cómo obtener un nuevo pasaporte para su hija.

Dijo que podría organizar una recuperación por unos 14.000 dólares. Le dijo a Dempster que se reuniera con Stilla en Tailandia.

‘¡Ayúdenme! No puedo respirar’.

Cuando Dempster se asomó al salón de clases de Santo Redentor, de inmediato vio a N. en un pupitre junto a la ventana. La recogió y se fue mientras Stilla lo seguía, hablando por teléfono con Chapman, que estaba supervisando la operación desde Australia. “Muy bien”, dijo Stilla, según recuerda Chapman. “Vamos bien”.

Pero la imagen de dos extranjeros que se llevan a una niña pequeña causó alarma en Santo Redentor. Taweerart Nilda había impartido clases en la escuela desde que Atchariya y sus hermanos mayores fueron estudiantes ahí, décadas atrás, y siguió a Dempster y a Stilla mientras salían a toda prisa. Trató de preguntar qué estaba pasando, pero Stilla la ignoró. “Entraron como si tuvieran autoridad”, recordó. “No les importó nada”.

Afuera, era un típico día invernal tailandés, cerca de 21 grados Celsius, con un cielo azul despejado. Algunos estudiantes mayores estaban jugando fútbol. Taweerart y otros profesores siguieron a Dempster y a Stilla por el patio, pasando por una estatua de Jesucristo bajo un toldo rojo y blanco. Cuando Dempster y Stilla llegaron a la calle, se empezó a formar una multitud. El conductor se negó a abrir la puerta del auto. Taweerart comenzó a apartar a N. de los brazos de Dempster. Ella recuerda que la niña gritaba en tailandés: “¡Ayúdenme! No puedo respirar”.

La confrontación se estaba agravando. Aparecieron oficiales de policía en la escena. Uno de ellos se acercó a Dempster, que trató de alejarlo a codazos, solo para que la fuerza de la multitud los acercara aún más. Un grupo de profesores varones forcejeó con Dempster, tratando de arrancarle a N. de los brazos.

“¿Cuánto tiempo puedes sujetar a una niña?”, me preguntó Dempster hace poco. “Era un estira y afloja, y pensé: ‘Esto es demasiado estrés para ella’. Así que la dejé ir”.

La industria de los secuestros de niños

Cuando la gente piensa en secuestradores, a menudo se imagina a extraños en camionetas oscuras que atraen a jóvenes víctimas con dulces. Pero la mayoría de los secuestros de niños en Estados Unidos ocurren dentro de las familias. En 2019, el Departamento de Estado informó de casi 500 casos nuevos de secuestro en los que los padres se llevaron a sus propios hijos al extranjero. En parte debido a la gran cantidad de matrimonios interculturales que hay en el país, Australia tiene una tasa relativamente alta de secuestros internacionales de niños: los padres solicitan, a través del Convenio de La Haya, el retorno de hasta 140 niños al año.

Ese proceso legal es infamemente complejo. Algunos países, como India, nunca han firmado el Convenio de La Haya. Antes de que Japón aceptara el pacto en 2014, tenía un historial tan deficiente de devolución de niños que se le conocía como un “agujero negro” para el secuestro de niños. Incluso cuando ambos países involucrados en una disputa de custodia son parte del tratado, el proceso puede tardar años en llevarse a cabo. En muchos casos de La Haya, los países se ponen del lado de sus propios ciudadanos, independientemente de las pruebas.

Son estos puntos débiles e inconsistencias los que llevan a algunos padres a buscar un atajo de alto riesgo: secuestrar a sus hijos. No hay un recuento oficial del número de empresas que pretenden ofrecer servicios de “recuperación de niños” o del número de padres que los utilizan. Sin embargo, entrevistas con grupos de defensa de menores, funcionarios del orden público y las compañías que se dedican a esa actividad, sugieren que la industria es pequeña: alrededor de una docena de agencias activas a lo largo de la última década que, por lo general, solo realizan un puñado de operaciones al año.

Para todos los implicados, la industria está plagada de peligros, desde estafas y riñas hasta cruces fronterizos frustrados y detenciones internacionales, de acuerdo con casi 50 entrevistas con padres, psicólogos, abogados familiares, funcionarios de la policía y agentes de secuestro infantil. Algunos agentes dijeron que trabajan con las autoridades locales para hacer cumplir las órdenes de los tribunales familiares. No obstante, a menudo intervienen sin escuchar ambas partes de la historia, y a veces devuelven a los niños a padres que luego pierden la custodia en el tribunal o que han sido acusados de violencia doméstica. Un secuestro de rescate, incluso uno exitoso, puede ser dañino para los niños, pues deja cicatrices psicológicas que persisten hasta la edad adulta. Además, los padres asumen gran parte del riesgo: una empresa puede llevar a cabo la vigilancia y planear la ruta de escape, pero requiere que el padre solicitante tome físicamente al niño.

“Es una industria no regulada, y hemos tenido casos que salen muy mal”, dijo Vicky Mayes, portavoz de Reunite, una organización británica de beneficencia que ayuda a los padres de niños secuestrados. “Es un riesgo enorme para los padres. Es un gran riesgo financiero, y es un gran riesgo de seguridad para ellos y para su hijo”.

‘Esa es la diferencia entre nosotros y los criminales’

Poco después del tumulto en Santo Redentor, Dempster se sentó en una cafetería en Ban Phai, mientras escribía en un cuaderno. En cuanto dejó ir a N., la policía lo dejó libre. Intentaba ser positivo. En el cuaderno, hizo una lista de todo lo que había salido bien. Su hija lo había reconocido. No tenía problemas con la policía.

En una página en blanco, escribió: “Nuevo plan para el regreso de N.”

En Brisbane, llamó a Sean Felton, fundador de Abducted Angels, una organización de beneficencia con sede en el Reino Unido que ofrece asesoramiento y asistencia jurídica a los padres de niños secuestrados. Felton le aconsejó que se pusiera en contacto con un agente de secuestros llamado Adam Whittington.

Whittington, exsoldado australiano que luego trabajó como policía en Londres, dirige Child Abduction Recovery International, una empresa con sede en Suecia. Ha recuperado con éxito a niños en toda Europa y Asia, y una vez abordó a los abuelos de un niño en un tranquilo barrio de Polonia. A sus 44 años, calvo y con cara de bebé, es amable y deseoso por agradar; siempre está preparado con una anécdota divertida sobre alguna operación especialmente compleja.

Aunque también es culpable de hacer que las cosas parezcan más bonitas de lo que son. Una vez admitió haber usado imágenes de archivo de niños fotogénicos en algunas de sus publicaciones en Facebook para anunciar rescates, aunque insistió en que las operaciones sí eran completamente reales. Hace cuatro años, orquestó un intento de secuestro que falló de manera tan espectacular que estuvo en los encabezados de los periódicos de Australia durante meses.

Whittington insiste en que sus detractores son mentirosos. Pero admite abiertamente que ha violado leyes en todo el mundo y se jacta de sobornar a policías y funcionarios fronterizos. En 2014, fue arrestado durante una operación en Singapur y fue acusado de someter a un anciano con una llave de estrangulamiento. “Lo que hacemos es ayudar a los niños”, dijo Whittington. “Esa es la diferencia entre nosotros y los criminales. A veces cruzamos la línea. Pero no es por una mala causa”.

A pesar de toda su ira en línea, Whittington puede ser un escucha atento. Cuando Dempster le llamó, se impresionó con la calma del agente y su aparente profesionalismo. “Me sentí tranquilo”, dijo Dempster. “Dormí mejor esa noche”.

Antes de aceptar a un cliente, Whittington realiza una evaluación para descartar a los padres violentos o abusivos. Les envía a los posibles clientes un cuestionario detallado, revisa sus antecedentes penales y pide órdenes judiciales en relación con la custodia de sus hijos. Aun así, reconoce que una verificación completa de antecedentes es imposible. “No podemos extraer todo el pasado de las personas”, comentó Whittington. “Hay muchas personas que cometen violencia doméstica pero nunca son capturadas”.

Por eso también confía en los instintos que dijo haber perfeccionado durante su carrera en la policía, esa “sensación extraña” que a veces le provoca la gente. Dempster rápidamente pasó la prueba. “Tan solo después de hablar con Stuart por teléfono, pude darme cuenta de que es un tipo encantador”, comentó Whittington.

‘Debe ser un buen hombre’

Al principio, Dempster también le inspiró un buen presentimiento a Atchariya. Lo conoció en un sitio web de citas llamado Thai Love Link cuando tenía veintitantos años y acababa de graduarse de una universidad en Bangkok. Dempster, que le doblaba la edad y nunca se había casado, le dijo que esperaba conocer mujeres en Tailandia. Era el único extranjero que ella conocía, y al principio, intercambió mensajes con él principalmente para practicar su inglés. Sin embargo, con el tiempo, sus conversaciones se volvieron íntimas. Dempster prometió visitar a su familia en Ban Phai, y ella quedó impresionada cuando él cumplió su promesa.

“Pensé: ‘Debe ser un buen hombre’”, recordó Atchariya, una mujer profundamente cristiana que se hace llamar Tan. “Podíamos hablar y entendernos mutuamente. Era muy fácil hacerlo sonreír”.

La pareja se comprometió en Tailandia y, cuando tenía casi seis meses de embarazo, Atchariya se fue a vivir con Dempster a Wanganui, Nueva Zelanda, donde N. nació en marzo de 2008. La familia se mudó periódicamente, primero a la ciudad de Darwin, al norte de Australia, y luego a Brisbane. La mayor parte del tiempo, Atchariya se quedaba en casa para cuidar de N. mientras Dempster entrenaba atletas. Pero a veces tenían dificultades financieras, dijo. Durante un tiempo, trabajó en un salón de masajes y cosechó fresas.

Dempster y Atchariya hablan de su matrimonio de formas muy diferentes. Cuando vivían juntos, relató ella, Dempster no era el encantador hombre que la había visitado en Ban Phai. A veces, se ponía furioso y rompía platos o sillas. También la atacaba, afirmó, y la pateaba con tanta fuerza que le dejaba marcas. Un día en Darwin, lanzó un plato a la pared y empezó a estrangularla, sostuvo. Cuando la soltó un poco, ella cargó a N. y huyó a la casa de una vecina y luego a un refugio para mujeres. Más tarde, dijo, Dempster escribió una carta pidiéndole que volviera, y ella aceptó. “Quería tener una familia completa”, dijo.

Mientras vivieron en Brisbane en 2012, ella sospechaba que Dempster estaba viendo a otras mujeres. Durante una de sus discusiones, dijo, ella empuñó un cuchillo, y él presentó una denuncia ante las autoridades locales, solicitando una orden de violencia doméstica, un documento legal en Australia que básicamente funciona como una orden de restricción. Poco después, ella respondió del mismo modo, y presentó su propia denuncia en enero de 2013, con la ayuda de un amigo de la iglesia.

En ese momento, Atchariya ya había programado un vuelo a Tailandia con N. para visitar a su familia. Decidió no volver. Cuando Dempster se enteró de que se estaba quedando en Ban Phai, le dijo: “No creas que ya ganaste”, relató ella.

“Pensó que era una competencia”, dijo Atchariya. “Yo no lo veía así. Solo quería alejarme de esa situación”.

Dempster niega haber maltratado o engañado a Atchariya. La acusa de “actuar”. Cuando ella salió corriendo de la casa en Darwin, dijo, fue después de una discusión, no un ataque físico. De hecho, dijo Dempster, a veces temía por su propia seguridad y la de su hija. Atchariya no solo lo amenazó con un cuchillo, agregó, sino que lanzó otro que por poco le clava en la pierna.

Tanto Chapman como Whittington afirman que hablaron de ciertos aspectos de las acusaciones de Atchariya con contactos de la policía australiana, quienes les aseguraron que no había pruebas de maltrato. Sin embargo, Dempster dijo que a menudo le preocupaba que los vecinos y otros conocidos aceptaran la versión de la historia de su esposa.

“Te sientes muy impotente, porque ¿quién va a creerle al hombre?”, comentó.

El enfrentamiento en la embajada

Whittington aceptó el caso de Dempster por aproximadamente 12.000 dólares. No obstante, pasaron meses antes de que pudieran intentar secuestrar a N. En mayo de 2014, el Ejército tailandés derrocó al gobierno civil mediante un golpe de Estado. Parecía un momento inoportuno para pasar de contrabando a una niña a través de una frontera internacional.

Después del intento de secuestro antes de Navidad, N. regresó a la escuela en Ban Phai, donde estudió inglés como parte de un programa bilingüe. Vivía con su familia extendida en una casa blanca de dos pisos con un balcón que daba a una calle arbolada. Mientras tanto, Whittington estaba preparando otro secuestro. Viajó a Ban Phai e instaló un dispositivo de rastreo en el auto de la madre de Atchariya. En enero de 2015, creyó tener suficiente información para capturar a N., y él y Dempster volvieron a Ban Phai.

Una mañana de ese mes, vestidos con ropa oscura, los hombres se escabulleron en el patio de Atchariya. N. estaba en la puerta de atrás conversando con su abuela, que estaba haciendo el desayuno en un área de la cocina al aire libre. Alrededor de las 7:30 de la mañana, los dos hombres corrieron hacia la casa.

“Era como si hubieran aparecido de la nada”, dijo la abuela. Cuando se acercaron, ella se abrazó a N., pero Dempster la empujó y agarró a su hija. Luego saltó una cerca y corrió por una carretera de terracería hasta el auto en el que huyeron.

“Se rindió, amigo”, dijo Whittington, jadeando detrás de él. “Se rindió demasiado pronto”.

Atchariya estaba en la casa preparando a su sobrino para ir a la escuela cuando oyó gritar a su madre. Salió corriendo, pero Dempster y Whittington se habían ido. Estaba segura de que estaban a punto de salir de Tailandia. Después de llamar a la policía, empezó a rezar. “Si no la encontraba, mi corazón se rompería en pedazos”, comentó.

Por una corazonada, Atchariya tomó un autobús a Bangkok y se dirigió a la Embajada de Nueva Zelanda, en el piso 14 de un edificio de oficinas. Por supuesto, Dempster y Whittington también se dirigieron allí para sellar el pasaporte de N. (La embajada se negó a hacer comentarios acerca de su participación). Atchariya pudo ver a su hija adentro, haciendo un dibujo de dos personas cogidas de la mano, junto a una cruz y un pequeño corazón. Los funcionarios de la embajada no la dejaron entrar, así que llamó a la policía, que rodeó el edificio. El enfrentamiento duró horas. Finalmente, después de que la embajada cerró al atardecer, Dempster y Whittington salieron.

“Solo deja que se lleve a N.”, Whittington le dijo a Dempster más tarde, en la estación de policía local, según recordó hace poco. “La atraparemos”.

Para alivio de su madre, N., que entonces tenía casi 7 años, no parecía particularmente afectada por esa terrible experiencia; Whittington le había dado bocadillos y juguetes. Con la esperanza de llegar a algún tipo de consenso, Atchariya y su familia acordaron reunirse con Dempster y Whittington en un restaurante chino esa misma semana. “No me tenían mucha confianza”, dijo Dempster. Pero Whittington tenía una historia preparada: Dempster se mudaría a Tailandia para dar clases de inglés y trabajar como entrenador. “No me importa Stuart y no me importa Tan”, le dijo a la familia. “Lo que tenemos que hacer es sentarnos aquí ahora mismo e intentar negociar la mejor situación para N.”

Fue una actuación convincente. A Atchariya le gustaba la idea de que N. creciera cerca de su padre. Extrañamente, también confiaba en Whittington. Se había presentado como un mediador de parejas en lugar de un especialista en recuperación de niños. “Adam era un buen hombre”, dijo. “Era un tipo inteligente”. Aceptó que su marido pasara algunos días a la semana con N., siempre y cuando entregara su pasaporte antes de cada visita. “Pero, al final, todas las buenas acciones que realicé no sirvieron de nada”, comentó

Cuando Dempster regresó a Ban Phai, llegó con dos pasaportes.

El escape a través de la frontera

No hubo ninguna riña. No hubo arrebatos en el jardín ni carreras hasta un auto de huida. La tercera vez que Dempster huyó con su hija, a finales de abril de 2015, la recogió como una de sus visitas regulares y le entregó un pasaporte vencido a la abuela de N. Nunca regresó por él. En vez de eso, llevó a la niña adonde Whittington estaba estacionado, esperando para llevarlos lejos.

Después del fallido secuestro en enero, no parecía prudente llevar a N. a un aeropuerto tailandés. Así que Whittington condujo varias horas hasta un puesto de control en la frontera entre Tailandia y Camboya. El plan era que Dempster volara con N. de Camboya a Vietnam y luego a Australia.

Sin embargo, después de atravesar la frontera tailandesa, Dempster y N. fueron rechazados por los funcionarios fronterizos camboyanos, quienes dijeron que había un problema con sus documentos de viaje. Varado en el cruce fronterizo, Dempster se puso nervioso. Estaba llamando la atención de los lugareños, que lo miraban a él y a N. de manera sospechosa. Una mujer preguntó por qué la madre de la niña no estaba con ellos. Dempster llamó a Whittington, y se reunieron en otro lugar cerca de la frontera.

Whittington le dijo a Dempster que tomara un vuelo nacional a Udon Thani, una ciudad en el noreste de Tailandia cerca de la frontera con Laos. Allí, dijo Whittington, se reunirían con un intermediario local al que conocía de otras operaciones. “La verdad, Stuart, no le confiaría esto a nadie en quien no confíe yo mismo”, dijo Whittington.

En el aeropuerto, un hombre con pantalones cortos y sandalias saludó a Dempster y a N. y los acercó a una Toyota Land Cruiser. “Era como algo sacado de una película de espionaje”, dijo Dempster. El intermediario los llevó a un lugar junto al río Mekong, que marca la frontera entre Tailandia y Laos, donde un bote de fondo plano los esperaba para transportarlos. “Si te atrapan haciendo cosas así, te pueden meter a la cárcel durante mucho tiempo”, mencionó Dempster. Pero de todas formas lo abordó, dándole la espalda a Laos, con N. sentada delante de él y dos maletas mal acomodadas a su lado. Puesto que viajaba de espaldas, Dempster no supo cuánto camino le faltaba recorrer al barco. “Era un poco inestable”, recordó. “Cada vez que echaba un vistazo, el bote se tambaleaba, y yo solo pensaba: ‘Dios mío, ¿dónde está la orilla del río?’”.

El bote tocó tierra sin problemas, y Dempster se alegró mucho de haber salido de Tailandia. Siempre había tenido una visión poco entusiasta de la cultura del país. Laos se sentía diferente. Los letreros de las calles estaban en francés. La arquitectura era reconfortantemente occidental. “Me sentía más en casa allí, o más cómodo, porque Laos había sido colonizado por los franceses, y eso les había hecho mucho bien”, comentó Dempster. “Tailandia nunca ha sido ocupada por nadie”.

Unos días después, Dempster y N. volaron a Australia. Whittington le envió a Atchariya un emoticono de un pulgar hacia arriba, un mensaje que ella interpretó como una burla. (Pero él dijo que simplemente le estaba asegurando que la niña había completado el viaje de manera segura). Whittington también anunció el regreso de N. en una publicación de Facebook del 7 de mayo, afirmando que había estado viviendo en “condiciones terribles y de desnutrición” en Tailandia.

Atchariya dijo que su hija siempre estuvo segura y bien cuidada. “Insultan a mi país”, dijo. Después del secuestro, cayó en una profunda depresión. Quitó los adornos de la habitación de N. y evitó mirar sus fotografías. Atchariya dijo que había intentado comunicarse con Dempster, sin éxito. (Dempster dijo que no ha sabido nada de ella).

Durante un tiempo, la pérdida de N. hizo que Atchariya cuestionara su fe. “¿Por qué Dios permitió que esto sucediera?”, se preguntó. “¿Por qué Dios no se compadeció de mí?”. Ella y su madre visitaron a una vidente, con la esperanza de encontrar algún tipo de ancla espiritual, pero nadie podía hacer que N. reapareciera. Actualmente, Atchariya imparte clases en el preescolar de Ban Phai y tiene un negocio de venta de suplementos para la salud. Consideró la posibilidad de ir a Australia para localizar a N., pero su madre le dijo que sería demasiado peligroso. Todos los días, reza para que su hija esté a salvo. “Dondequiera que esté espero que los ángeles la cuiden”, comentó.

La escuela Santo Redentor en Ban Phai, Tailandia, el 9 de junio de 2020. (Adam Dean/The New York Times)

La madre de N., Atchariya Chaloemmeeprasert, en su casa en Ban Phai, Tailandia, el 9 de junio de 2020. (Adam Dean/The New York Times)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *