Mi vida en dos casas con una maleta de gimnasio

Mi vida en dos casas con una maleta de gimnasio
Solía llorar a ese pariente imaginario que desapareció hace siete años, la presencia que mantenía unida a nuestra familia, la persona invisible que nos unía a todos. Y desde entonces me he dado cuenta de algo: esa persona soy yo. Foto, Brian Rea/ The New York Times.

Cuando mis padres se divorciaron, perdí el vínculo que mantenía unida a nuestra familia. y después volví a encontrarlo.

Tengo 15 años y soy hija única. La gente que me conoce no suele pensar que soy hija única porque hablo con la rapidez de alguien que siempre ha tenido que competir por el espacio en una conversación, como si tuviera diez hermanos. Pero no, solo soy yo.

 He crecido en California en un buen barrio, con buenos amigos y dos padres cariñosos, jugando al aire libre con mi padre los fines de semana y leyendo libros con mi madre entre semana. He estado sola muchas veces, pero no me he sentido sola. Nunca he necesitado nada que no haya conseguido, y todo lo que deseo suele hacerse realidad. Y todo eso, creo, es la razón por la que el divorcio de mis padres me afectó tanto.

Fue hace siete años cuando una tarde mis padres llegaron a la sala y apagaron la televisión. Estaba viendo mi programa favorito, “The Biggest Loser”. Al principio me sentí molesta, y luego confundida, cuando empezaron a explicarme cómo su matrimonio no funcionaba y cómo se estaban separando, pero seguían siendo amigos.

 Para cualquier niño, pero especialmente para un hijo único, procesar el divorcio de los padres es muy parecido a pasar por las etapas del duelo. Y no quiero parecer demasiado dramática, ni restarle importancia a la angustia de perder a un ser querido, pero cuando no tienes un hermano o una hermana que te recuerde cómo era la vida antes, que pueda servir de vínculo entre el pasado y el presente, manteniendo al menos una parte de la familia entera de alguna manera, solo queda la dura realidad del ahora. Para mí, el divorcio fue como la muerte de un miembro imaginario de la familia, alguien que ni siquiera sabía que existía y que, sin embargo, desempeñaba el singular papel de unir a nuestra familia.

En la primera etapa, la negación, me rehusaba a aceptar que el divorcio de mis padres estaba ocurriendo. Acompañaba a mi madre o a mi padre a las muestras de casas y a las oficinas de los agentes inmobiliarios. Con un libro o una barra de cereales en la mano, me alejaba de la realidad y creía que esa noche iba a volver a casa y los vería cenando juntos en la cocina, sonriendo y diciendo: “Perdón por haberte preocupado, mi amor, pero ya está todo bien”.

No fue hasta que cada uno de ellos se mudó a otra casa y vendieron la mitad de nuestros muebles que me di cuenta de que esa fantasía nunca se iba a convertir en realidad. Y en cuanto esa vida en dos casas se volvió permanente, mi esperanza se convirtió rápidamente en envidia, especialmente al final de la jornada escolar, cuando veía cómo a mis amigos los saludaban ambos padres. O durante la feria de ciencias de sexto grado, cuando tenía que transportar mi volcán incompleto entre casas mientras otros podían dejar el suyo intacto e instalado de manera permanente en su sótano o cochera, a la espera de volver a trabajar en él.

Luego vino la depresión, aunque no estoy segura de que lo fuera realmente. Estaba atravesando las primeras etapas de la pubertad, y ¿quién puede decir que fue el divorcio de mis padres, y no las hormonas, lo que desencadenó mis sentimientos de desesperanza? Durante ese periodo, pasé mucho tiempo sola sintiéndome indiferente. Todas las respuestas eran “claro” o “bien”. No opinaba sobre nada porque, aunque lo hiciera, ¿cambiaría realmente algo? No. El divorcio seguiría siendo definitivo, y mis deberes de Inglés seguirían estando pendientes por la mañana.

A menudo pasaba las tardes imaginando la vida diferente que podría haber tenido si mis padres no se hubieran divorciado. Y como no había nadie cerca para castigarme durante esos episodios, mi imaginación se volvía bastante creativa. Tenía visiones en las que todos seguíamos viviendo en la misma casa y podía oler el leve olor del perfume de mi madre y el desodorante de mi padre mezclándose por las mañanas mientras pasaban uno al lado del otro, apurados por comenzar sus jornadas de trabajo. O también otra en la que pasaba mi décimo cumpleaños en una fiesta rodeada de todos mis amigos y familiares sin ninguna tensión ni incomodidad.

Me costó mucho salir de esa fase de fantasía, y aún hoy no estoy segura de haber salido del todo. El duelo no es lineal. No te dan una tarjeta perforada con un nuevo agujero cada vez que pasas por otra etapa. Pero, con la ayuda de mis amigos, de las películas y la música de muchos grandes artistas, puedo decir, sin duda, que no estoy deprimida.

Durante el verano entre quinto y sexto grado, cambié de escuela y pasé de la cálida burbuja de mi diminuta escuela primaria privada a la enorme realidad de una gran escuela secundaria pública. A medida que se acercaba el primer día de la secundaria, no podía evitar entusiasmarme con la oportunidad de reinventarme. Al pasar de un lugar en el que todo el mundo conocía cada detalle de mi vida a un colegio en el que nadie sabía nada de mí, podía convertirme en quien yo quisiera.

Ese nuevo yo comenzó con el mágico acontecimiento de que mis padres se volvieran a casar. O, en realidad, de que nunca se divorciaran. No es que me inventara historias; simplemente excluía de mis relatos cualquier mención sobre la separación de mis padres. Mi aguda memoria me servía para contar las vacaciones familiares que hacíamos, los lugares donde vivíamos y las tradiciones que teníamos, como si todo siguiera ocurriendo. Hice ese trato conmigo misma pensando que, lo que una vez fue verdad, podría volver a serlo.

Mi lucha continuó durante la escuela secundaria, incluso cuando otros niños empezaron a descubrir la verdad. Las maletas de gimnasio de siete kilos que llevaba a la escuela, llenas de ropa y artículos de aseo personal, plantearon definitivamente preguntas. Pero seguí ocultando la verdad como una manera de enfrentar la situación. Descubrí que, si podía inventar lo suficiente para crear la vida que quería, podía convencerme de que era verdad. Sin embargo, eso nunca funcionó realmente.

A medida que mis padres se distanciaban y se instalaban en sus propias vidas, mi vida se complicaba cada vez más. Sin la consistencia de tener padres con los que hablar en la misma casa, me distancié más de ellos y empecé a depender más de mí misma para afrontar mis emociones. Y, si no podía lidiar con mis emociones por mi cuenta, entonces un programa o una película ocupaban el lugar de una conversación profunda.

Esa experiencia no es única; muchos niños no sienten que tienen un lugar dentro de sus familias. En mi caso, ni siquiera sabía si existía la posibilidad de tener un lugar, porque no entendía cómo encajaba en el cambiante terreno de mi familia divorciada. Hay algo en el hecho de escuchar a tus padres discutir sobre quién puede llevarte a las vacaciones de primavera que te hace sentir que no hay espacio en la conversación para tus propias ansiedades.

Ahora, como estudiante de segundo año de preparatoria, sigo luchando con la realidad del divorcio de mis padres. No es algo que vaya a desaparecer por completo, pero se ha convertido en algo más familiar y arraigado a su manera.

Incluso he empezado a encontrar consuelo y a sentirme orgullosa de las rutinas que he dominado: las maletas de gimnasio que arrastro y los ciclos de lavado apresurados que siempre hago para asegurarme de que tengo la ropa adecuada para usar en la casa donde voy a estar. Y agradezco poder escribir sobre mi vida con el apoyo de mis padres.

Todavía envidio a mis amigos, cuyos padres siguieron casados. La soledad y el resentimiento pueden aparecer durante las fiestas, pero también he aprendido a encontrar la alegría en ellas, aferrándome a las nuevas tradiciones que mis padres y yo estamos creando, aunque esas tradiciones tengan lugar en momentos y lugares distintos. Elijo apreciar las constantes de mi vida: la manera en que mi madre revienta el chicle (que solía molestarme) y la obsesión de mi padre por las luces de Navidad, todas las cosas extravagantes que hacen que sean quienes son.

Perder algo también te permite dar cabida a nuevas personas y tradiciones. He aprendido a amar mi vida aunque haya aceptado que ese aspecto principal nunca cambiará. Y los nuevos recuerdos que soy capaz de crear superan mi deseo de aferrarme a lo que había antes.

Solía llorar a ese pariente imaginario que desapareció hace siete años, la presencia que mantenía unida a nuestra familia, la persona invisible que nos unía a todos. Y desde entonces me he dado cuenta de algo: esa persona soy yo. Soy el vínculo. Soy la mayor constante en nuestras vidas. Lo he sido todo este tiempo, y me alegro de que siempre lo seré.

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