La isla sufrió un crecimiento explosivo en los casos de coronavirus, impulsado por la reapertura de negocios, la Pascua y los turistas durante las vacaciones de primavera
Durante la pandemia, el pediatra Víctor Ramos no había visto a más de dos pacientes con COVID-19 hospitalizados, al mismo tiempo, en el Hospital de Niños y Mujeres San Jorge, en San Juan, la capital puertorriqueña, donde trabaja por las noches. Hace unos días, cuando terminó uno de sus turnos, el recuento de pacientes pediátricos del hospital había aumentado a 10.
“Nunca habíamos visto esto”, dijo.
Algunos se deshidrataron después de que el coronavirus les causó fiebre alta, dijo Ramos, pero otros tenían el síndrome inflamatorio que afecta a algunos niños con COVID-19. Uno de los niños hospitalizados con síntomas severos de covid solo tenía tres meses, dijo.
En las últimas cinco semanas, Puerto Rico ha experimentado su peor brote de coronavirus, con un crecimiento explosivo de los casos que superan los récords de diciembre. Solo esta semana los números dejaron de aumentar, lo que le dio al territorio su primer respiro desde que comenzó el aumento a mediados de marzo.
Según los expertos, el incremento responde a una confluencia de factores, entre ellos la llegada de variantes que probablemente hicieron que el virus fuera más contagioso justo cuando las personas cansadas de quedarse en casa y esperanzadas con las vacunas comenzaron a bajar la guardia, regresaron al trabajo presencial, comenzaron a hacer compras y cenar en espacios interiores. Además, los turistas llegaron para las vacaciones de primavera y la gente se reunió para celebrar la Semana Santa, una temporada en la que muchos no trabajan.
“El gobierno relajó las restricciones alrededor de enero y febrero, abrió la economía por completo”, dijo Luis Javier Hernández Ortiz, el alcalde de Villalba, un municipio ubicado en el centro-sur de Puerto Rico. “Eso le dio al virus la oportunidad de propagarse que no tenía hace un año. Ahora el virus puede extenderse a todas partes”.
Las consecuencias de esas decisiones han sido asombrosas. A principios de abril, la isla pasó de promediar unos 200 casos nuevos por día a unos 800, según una base de datos de The New York Times. En la semana previa al 13 de abril, se identificaron más de 7100 casos, un récord. Este mes, en un período de dos semanas, los casos crecieron en un notable 151 por ciento. En su punto máximo, la tasa de contagios alcanzó alrededor del 14 por ciento, según el Departamento de Salud de Puerto Rico.
En respuesta a esa situación, científicos y médicos como Ramos, presidente del Colegio de Médicos Cirujanos de Puerto Rico, rogaron al público que siguiera las reglas de distanciamiento social, motivaron al uso de mascarillas e instaron a los funcionarios electos a endurecer las restricciones pandémicas. Los hospitales todavía tienen capacidad para camas, dijo Ramos, pero los médicos y las enfermeras están al límite. Durante años, Puerto Rico ha perdido a muchos profesionales médicos por trabajos mejor pagados en los estados, por lo que hay menos personal de salud para atender el virus en la isla.
“Todos están exhaustos”, dijo Ramos.
Jorge Manuel Rivera, de 43 años, lo ha visto de primera mano: su esposa está hospitalizada en un hospital de San Juan desde fines de marzo. Ella no tiene COVID-19, se sometió a una cirugía y ha estado entrando y saliendo de cuidados intensivos, pero la instalación ha estado tan llena de pacientes de covid que a veces no hay espacio para ella en la UCI, dijo.
“Se nota que están muy muy abrumados”, dijo.
Hace dos semanas, Rivera dio positivo por el coronavirus y perdió el sentido del olfato.
“Hay demasiadas personas que no están al tanto de lo que está sucediendo”, dijo. “Puedes leer los números y las estadísticas, pero no lo entiendes si no estás allí”.
Este mes, la administración del gobernador Pedro R. Pierluisi cerró la instrucción presencial en las escuelas debido al aumento del virus. Las autoridades retrasaron el inicio del toque de queda nocturno a partir de las 10:00 p. m., es el único toque de queda general que queda en cualquier estado o territorio del país, y el aforo de restaurantes y negocios se redujo del 50 al 30 por ciento. Algunos alcaldes han adoptado restricciones adicionales, incluido el cierre de playas. Los cubrebocas siguen siendo obligatorios en los lugares públicos en toda la isla.
A partir del 28 de abril, los viajeros que lleguen a la isla y no tengan el comprobante de una prueba de COVID-19 negativa serán multados con 300 dólares, a menos que presenten un resultado en las 48 horas siguientes. (Las reglas anteriores permitían a los viajeros la opción de aislarse durante 10 días si no podían proporcionar un resultado negativo de la prueba. Algunos han sido arrestados después de infringir las órdenes de cuarentena).
Las escenas de turistas que se comportan mal (desobedeciendo las órdenes de usar mascarillas, llenando los lugares de reunión y negándose a atender las demandas de que respeten las reglas de la pandemia), han aparecido habitualmente en los titulares de los medios. Pero el rastreo de contactos sugiere que muchas de las nuevas infecciones no provienen directamente de los turistas, sino de los puertorriqueños que van al trabajo, a los restaurantes y a las tiendas en persona, dicen los expertos en salud pública.
Pierluisi, quien asumió el cargo en enero, ha resistido las presiones para imponer un cierre parcial más estricto respaldado por legisladores de la oposición y recomendado por su propia coalición de expertos. La coalición dijo que los centros comerciales y restaurantes no eran esenciales, lo que indica que podrían cerrarse temporalmente. Esta semana, el gobernador dijo en una conferencia de prensa que las medidas recientes estaban funcionando pero necesitaban más tiempo para que surtieran efecto.
“La situación se está estabilizando”, dijo. “Debe haber un enfoque muy mesurado y muy prudente para este tipo de decisiones”.
Su predecesora, Wanda Vázquez, impuso reglas estrictas al comienzo de la pandemia, ordenando el primer cierre del país. Eso ayudó a que Puerto Rico evitara un aumento drástico de casos durante muchos meses, pero también le costó caro a la economía. Se formaron largas filas para recibir las prestaciones por desempleo.
Este brote se puede manejar con medidas más graduales, dijo Pierluisi, citando la existencia de tratamientos contra el virus, un sistema de rastreo de contactos en los municipios de Puerto Rico y la disponibilidad de vacunas.
Aproximadamente 1,65 millones de personas, el 31 por ciento de la población, han recibido al menos una dosis de las vacunas, según una base de datos del Times, que se basa en estadísticas de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades. Carlos Mellado López, secretario de Salud de Puerto Rico, dijo en una entrevista que el departamento de Salud estimó que el número era más alto, alrededor de 2,2 millones de personas.
Pero un mensaje de salud pública —vacúnese— podría haber afectado al otro —cuidado con el virus porque se propaga rápidamente—, dijo Mónica Feliú-Mojer, directora de comunicaciones de Ciencia Puerto Rico, un grupo sin fines de lucro que apoya a los científicos y sus investigaciones.
“Buena parte de la atención pública se centró en la vacunación”, dijo. “En el momento en que dejas de escuchar de todos los casos, dejas de escuchar sobre la importancia de prevenir el contagio. Las cifras han sido preocupantes durante más de un mes, los epidemiólogos daban la alarma y nadie prestaba atención”.
La tasa de pruebas se redujo drásticamente antes de duplicarse en las últimas semanas, dijo Mellado. El departamento de Salud trabaja para enviar más pruebas directamente a los médicos de atención primaria, con el fin de que examinen a las personas en sus consultorios, de manera gratuita.
A diferencia de los sitios de prueba públicos, los laboratorios privados en Puerto Rico aún requieren una orden médica para realizar una prueba de reacción en cadena de la polimerasa (RCP), que es la mejor manera de detectar el coronavirus. Eso ha creado un obstáculo para que las poblaciones socialmente vulnerables descubran si están infectadas, dijo Melissa Marzán-Rodríguez, epidemióloga y profesora asistente de salud pública en la Universidad de Ciencias de la Salud de Ponce.
“La situación se ha deteriorado mucho en las últimas semanas”, dijo. “Podría ser el peor momento que hemos pasado este año”.
Su equipo está usando una subvención federal para capacitar a los miembros de la comunidad que ayudan a otros a superar los obstáculos de las pruebas y las vacunas. Una de ellas es la hermana Faustina Rodríguez, una monja cuya organización comunitaria ha identificado en su mayoría a personas mayores que viven solas o en malas condiciones en áreas rurales cercanas a Ponce, en el sur de Puerto Rico, y que necesitan ayudas básicas como mascarillas y jabón de manos.
“Fuimos a la casa de una mujer y lo único que tenía era la misma mascarilla que usaba desde el año pasado”, dijo la hermana Faustina.
También hay resistencia al uso de los cubrebocas, a las pruebas (“Algunas personas piensan que les va a doler la nariz”, dijo) y a las vacunas.
“No creen en las vacunas, y la situación de Johnson & Johnson solo ha empeorado eso”, dijo la hermana Faustina, refiriéndose a la pausa en el uso de esa vacuna con el fin de estudiar si ocasiona coágulos de sangre. “O dicen: ‘¿Por qué debería vacunarme si todavía puedo contraerlo o si tengo efectos secundarios fuertes?’”. (Ella les dice que, en su caso, se puso la vacuna y se sintió bien).
Lucía Santana Benítez, de 52 años, que vive en un complejo de viviendas públicas en San Juan y dirige un grupo sin fines de lucro para alimentar a sus vecinos, contrajo el coronavirus el año pasado, al igual que su hijo y su esposo. Ella lo describió como algo “malo, malo, malo, malo. Pasé una semana sudando, con fiebre y dolor. Ni siquiera podía bañarme”.
Al principio no quería vacunarse, aunque estaba promocionando la vacuna en su comunidad. Pero decidió hacerlo para poder visitar a sus hijos y nietos, que viven en Florida, Massachusetts y New Hampshire.
“Estoy siendo una abuela responsable”, dijo Santana.
Patricia Mazzei es la jefa de la corresponsalía en Miami, que cubre Florida y Puerto Rico. Antes de unirse a The New York Times, era redactora de política en The Miami Herald. Nació y creció en Venezuela. @PatriciaMazzei | Facebook