Nos guste o no, “las esferas de influencia” son un hecho. Washington lo sabe.
En el centro de la crisis actual entre Washington y Moscú tenemos esto: Vladimir Putin ha desplegado tropas en la frontera de Rusia con Ucrania e insinuó que podría invadir a menos que reciba una garantía de que Ucrania nunca se unirá a la OTAN.
El gobierno del presidente Joe Biden rechaza esa exigencia sin pensarlo dos veces.
La administración Biden insiste en que las naciones poderosas no pueden exigir que sus vecinos se sometan a sus “esferas de influencia”. Como lo dijo el mes pasado el secretario de Estado Antony J. Blinken: “Un país no tiene derecho a imponerle políticas a otro ni decirle con quién asociarse; un país no tiene el derecho de ejercer una esfera de influencia. Esa noción debería ser relegada al bote de basura de la historia”.
Es un principio noble, solo que no es algo que Estados Unidos cumpla.
Estados Unidos ha ejercido una esfera de influencia en su propio hemisferio durante casi 200 años, desde que el presidente James Monroe, en su séptimo mensaje anual al Congreso, declaró que Estados Unidos “debería considerar cualquier intento” de una potencia extranjera “de extender su sistema a cualquier lugar de este hemisferio como peligroso para nuestra paz y seguridad”.
Al escuchar a Blinken, uno podría pensar que desde hace mucho Estados Unidos depositó en el bote de la basura de la historia esta prerrogativa en torno a las políticas exteriores de sus vecinos del sur. No ha sido así. En 2018, el secretario de Estado del gobierno de Donald Trump, Rex Tillerson, dijo que la Doctrina Monroe era “tan relevante hoy como lo fue el día en que fue escrita”. Al año siguiente, el asesor de seguridad nacional de Trump, John Bolton, alardeó que “la Doctrina Monroe está muy vigente”.
Sin duda, Estados Unidos no hace cumplir la Doctrina Monroe de la misma manera que lo hizo en la primera mitad del siglo XX, cuando desplegaba con regularidad a los marines en Centroamérica y el Caribe, o durante la Guerra Fría, cuando la CIA ayudó a derrocar gobiernos de izquierda. Los métodos de Washington han cambiado. Ahora prefiere usar la coerción económica para castigar a gobiernos que se alineen con adversarios y desafíen su dominio regional.
Consideremos el embargo de décadas de Washington sobre Cuba. Las autoridades estadounidenses tal vez afirmen que la meta del embargo es promover la democracia, pero casi todos los demás gobiernos del planeta Tierra —incluidas las democracias— lo consideran un acto de intimidación política. El año pasado, la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó el embargo en una votación de 184 contra 2. Human Rights Watch lo ha denunciado por imponer una “adversidad indiscriminada sobre la población cubana”.
Los funcionarios de Biden no celebran la Doctrina Monroe como lo hicieron los predecesores del gobierno de Trump. No obstante, siguen intimidando a los vecinos de Estados Unidos. Biden no ha relajado el embargo contra Cuba. Tampoco le ha puesto fin al esfuerzo de Trump por desconectar del comercio mundial a Venezuela, otro gobierno autocrático que coquetea con los enemigos de Estados Unidos.
En palabras de un funcionario de la Unión Europea, Estados Unidos sigue preparado para “hacer que los venezolanos mueran de hambre hasta que su liderazgo se rinda o su pueblo lo expulse”. Estas políticas sirven de advertencia para que otros gobiernos latinoamericanos sepan que desafiar a Washington puede tener graves consecuencias.
Estados Unidos también ejerce una influencia significativa por medio de su “poder blando”. Como Estados Unidos tiene una economía dinámica y una sociedad abierta, las relaciones cercanas con Washington son más atractivas para los vecinos de Estados Unidos de lo que son las relaciones cercanas con Moscú para los vecinos de Rusia.
No obstante, sigue existiendo un puño de hierro dentro del guante de terciopelo. Como me lo explicó Erika Pani, una historiadora de la política mexicana y estadounidense de El Colegio de México: “En términos históricos, el gobierno mexicano ha tenido claro que no puede hacer lo que se le antoje” en los asuntos internacionales porque, “si vives al lado del elefante, sabes que es mejor no provocarlo”. México, cuya larga frontera con Estados Unidos ofrece un paralelo de la cercanía de Ucrania con Rusia, puede expresar en público su desacuerdo con la política exterior estadounidense, pero no podría unirse a una alianza militar con los adversarios de Estados Unidos. Es imposible imaginar a un gobierno mexicano que invite a tropas rusas o chinas a su lado del río Bravo.
Nada de esto implica que Rusia tenga derecho a dominar a Ucrania. Si la intimidación regional de Estados Unidos es injusta, la versión más cruda de Moscú —que actualmente consiste en tener tropas desplegadas en la frontera de Ucrania— es todavía peor. Sin embargo, el problema de la ingenuidad obstinada del gobierno de Biden sobre la política estadounidense para Latinoamérica es que alberga una obstinada ingenuidad sobre la manera en que funciona en realidad la política internacional.
Por supuesto que Ucrania tiene el derecho de forjar una política exterior independiente. Sin embargo, la política exterior no es un ejercicio de moralidad abstracta; involucra cuestiones de poder. Y Estados Unidos y sus aliados europeos no tienen el poder para impedir que Rusia tenga una opinión sobre el futuro de Ucrania porque no están dispuestos a enviar a sus hijos e hijas a pelear allá. De manera implícita, el gobierno de Biden ya lo reconoció: la OTAN no planea admitir a Ucrania pronto porque, de hacerlo, comprometería a Estados Unidos y a Europa a defenderla. Y no hay modo alguno de que Estados Unidos, ni Europa, se comprometan a eso si implica una batalla contra los soldados rusos.
Siempre que Moscú esté lista para amenazar con desatar una guerra, podrá mantener a Ucrania fuera de la OTAN. El gobierno de Biden simplemente no quiere admitirlo en público, por temor a desmoralizar al gobierno ucraniano y alentar a Vladimir Putin a hacer amenazas aún mayores. Como lo han sugeridoThomas Graham y Rajan Menon, la mejor solución podría ser un lenguaje diplomático astuto que le permita a Moscú atribuirse el hecho de haber impedido que Ucrania entrara a la OTAN y a Estados Unidos y a Ucrania insistir en que aún podría unirse en un futuro distante y teórico.
Las principales prioridades de Estados Unidos deberían ser evitar una guerra a mayor escala y garantizar que dentro del territorio de Ucrania siga existiendo una sociedad libre. Para lograrlo, vale la pena tolerar un acuerdo que reconozca tácitamente el veto de Rusia sobre las alianzas militares de Ucrania, pues, en la práctica, Rusia ya ejerce ese veto. Es mucho mejor que una invasión rusa a gran escala, la cual expone los límites del compromiso de Estados Unidos con Ucrania y convierte a todo el país en un campo de batalla.
No obstante, llegar a este tipo de acuerdo, el cual reconoce la cruda realidad del poder geopolítico, es más difícil cuando las autoridades en Washington fingen que solo los tiranos como Putin esperan tener voz y voto sobre el comportamiento de sus vecinos más débiles. Estados Unidos debe dejar de mentirse. Mientras más dispuesto esté el gobierno de Biden a admitir que también espera que haya una esfera de influencia en su rincón del mundo, más podrá garantizar que la esfera de influencia de Rusia no destruya a Ucrania ni sumerja a Europa en una guerra.
Este artículo apareció originalmente en The New York Times.