El sistema de salud de EE. UU. está averiado. ¿Cómo podemos mejorarlo?

El sistema de salud de EE. UU. está averiado. ¿Cómo podemos mejorarlo?
Foto:Hush Naidoo Jade Photography, Unsplash.

Estados Unidos podría aprender de otros países para mejorar su asistencia sanitaria.

A pesar de que acabamos de experimentar una pandemia en la que han muerto más de un millón de estadounidenses, la reforma sanitaria no parece ser ahora mismo una prioridad política en Estados Unidos. Y es un error. El sistema de salud estadounidense está averiado. Somos uno de los pocos países desarrollados que no tienen cobertura universal. Gastamos una cantidad extraordinaria en sanidad, mucho más que cualquiera. Y nuestros resultados generales son, en el mejor de los casos, mediocres.

Cuando sí prestamos atención a este asunto, nuestros debates son profundamente improductivos. Cuando se habla de la reforma sanitaria aquí, en Estados Unidos, la cuestión parece reducirse a dos opciones: o bien mantenemos el de lo que consideramos un sistema privado, o bien avanzamos hacia un sistema de pagador único, como el de Canadá. Siempre me ha parecido una disyuntiva extraña, porque los verdaderos sistemas de pagador único, como ese, son relativamente raros en el mundo, y Canadá sale casi tan mal parada como nosotros en muchas clasificaciones internacionales.

Además, nadie tiene un sistema tan complicado como el nuestro

Para que el debate sea más productivo, sería útil mirar al mundo en busca de otras opciones. Sin embargo, muchas personas se resisten a tales argumentos. Creen que nuestro sistema es en cierto modo parte del ADN de Estados Unidos, que nació de la Constitución o de los padres fundadores. Otras personas creen que los sistemas de salud de otros países no podrían funcionar aquí, debido al tamaño del nuestro.

A mí me parece que son malas excusas. Nuestro sistema de seguros médicos vinculados al puesto de trabajo es como es debido a la congelación de salarios durante la Segunda Guerra Mundial y a la política fiscal del Servicio de Impuestos Internos (IRS, por su sigla en inglés), no por la voluntad de los padres fundadores. Y gran parte de la asistencia sanitaria está regulada a nivel estatal, por lo que nuestro tamaño tampoco es tan atípico. Podríamos cambiar las cosas, si quisiéramos.

En el primer semestre del año, tuve el privilegio de visitar otros cinco países y conocer sus sistemas sanitarios. En febrero, viajé al Reino Unido y Francia con la Kelley School of Business de la Universidad de Indiana y, más recientemente, a Nueva Zelanda, Australia y Singapur, con The Commonwealth Fund y Academy Health.

 

Foto: Piron Guillaume, Unsplash.

Australia, Nueva Zelanda son otros dos países que tienen sistemas de pagador único, aunque muy distintos del de Canadá y entre sí. A diferencia de nuestra vecina del norte, permiten el seguro privado para la mayor parte de la cobertura médica, que se puede utilizar para pagar por un acceso más rápido y con más servicios adicionales. Además, con el sistema australiano, se tienen que hacer desembolsos bastante elevados, en forma de franquicias o deducibles y copagos.

El sistema de se acerca más al de pagador único, porque casi todo el mundo está asegurado por uno de sus pocos fondos mutualizados, en su mayoría en función de su situación laboral o de vida. Con este sistema también hay que pagar, y se espera que la mayoría de la gente adelante el costo de la atención ambulatoria, que después le reembolsa su seguro. Esto no lo hace ni siquiera el sistema de Estados Unidos.

En el Reino Unido, en cambio, no hay que pagar nada por la mayor parte de la asistencia sanitaria. El seguro privado es opcional, y se utiliza, como en otros países, para pagar por una atención más rápida y con más comodidades. Sin embargo, son pocas personas las que lo contratan.

Como ya he escrito antes, Singapur tiene un modelo completamente distinto. Depende del gasto personal de los ciudadanos más que casi cualquier otro país desarrollado del mundo, y solo hay seguros para casos de catástrofes o para acceder a un sistema privado que, de nuevo, utilizan relativamente pocas personas.

Estados Unidos podría aprender un par de cosas de estos países. Podríamos inspirarnos en ellos y mejorar potencialmente el acceso, la calidad y el costo. Sin embargo, es importante contextualizar correctamente nuestro análisis. Centrarnos en las diferencias de estos países es perder de vista lo esencial. Es lo que tienen en común —y lo que nos falta a nosotros— lo que probablemente explique por qué suelen obtener mejores resultados que nosotros.

Lo que importa es la cobertura universal, no cómo llegar a ella

La pandemia debería habernos abierto los ojos en cuanto a lo mucho que tenemos que trabajar para reparar las grietas que hay en los cimientos de nuestra asistencia sanitaria. Por desgracia, parece que hemos seguido adelante sin prestar la debida atención a dónde nos quedamos cortos y qué podríamos hacer al respecto. Es indignante que el sistema de salud no haya sido, hasta ahora, un tema importante de cara a las elecciones presidenciales de 2024.

Me temo que, aunque tuviéramos esa conversación a nivel nacional, estaríamos discutiendo sobre las cosas equivocadas. Nos hemos pasado las últimas décadas peleándonos por la cobertura sanitaria. Es lo que animó los debates sobre la reforma en la década de 1990. Es lo que condujo a la Ley del Cuidado de Salud a Bajo Precio (ACA, por su sigla en inglés) hace más de una década. Y es sobre lo que seguimos discutiendo. Lo único en lo que parecemos capaces de centrarnos es en los seguros: quién los proporciona y quién los recibe.

En ningún otro país que haya visitado hay estos debates como los tenemos nosotros. Los seguros, en realidad, solo consisten en mover el dinero de un lado a otro. Es la parte menos importante del sistema sanitario.

Lo que importa es la cobertura universal, y no cómo se proporciona esa cobertura, ya se trate de un sistema de Seguridad Social, de un modelo de pagador único modificado, de seguros regulados sin ánimo de lucro o planes de cuentas de ahorro médico. Todos los países que he visitado cuentan con algún tipo de mecanismo que proporciona cobertura a todo el mundo, de modo uniforme y fácil de explicar. Esto les permite concentrarse en otros aspectos más importantes de la asistencia sanitaria.

Pero Estados Unidos no puede decidirse por un sistema de cobertura universal, y eso no solo deja a demasiadas personas sin seguro o con uno insuficiente; también nos distrae de hacer cualquier otra cosa. Tenemos todo tipo de planes de cobertura, desde Asuntos de los Veteranos a Medicare, y desde los intercambios de Obamacare a los seguros vinculados al puesto de trabajo, y, cuando se junta todo, no funciona bien. Son todos demasiado complicados e ineficientes, y no logran alcanzar el objetivo de la cobertura universal. Nuestra complejidad, y la ineficiencia administrativa que esta conlleva, nos está lastrando.

Cuando era más joven, era más partidario del sistema de pagador único, hasta que me di cuenta de cuántos sistemas funcionan mejor que el de Canadá. Más recientemente, me incliné por el sistema de seguros suizo, sometido a una estricta regulación y completamente privado, porque funciona excepcionalmente bien con un modelo privado que me parecía más aceptable para muchos estadounidenses. Hoy por hoy, en cambio, me da igual cómo lleguemos a la cobertura universal.

Si pudiéramos ponernos de acuerdo en un plan más sencillo —cualquiera de ellos—, podríamos empezar a centrarnos en lo que importa: la prestación de servicios sanitarios.

 

Foto: Natanael Melchor, Unsplash.

Los sistemas de prestación públicos son esenciales, pero también lo son las opciones privadas

Lo que distingue a los países a los que viajé de Estados Unidos es que dependen en gran medida de los servicios públicos. La mayoría de la gente recibe atención hospitalaria en un centro gestionado por el Estado. Sin embargo, cada país tiene también un sistema privado que sirve de válvula de descompresión. Si a la gente no le gusta el sistema público, puede optar por pagar más, sea directa o indirectamente, a través de los seguros de salud privados y voluntarios, para recibir atención en un sistema distinto.

La atención médica de estos sistemas públicos suele ser igual de buena, en cuanto a sus resultados, que la prestada en el sistema privado. Los mismos médicos trabajan a menudo en ambos entornos. Lo que cambia es la rapidez de la atención y las comodidades añadidas. Si se opta acudir al sistema público, con frecuencia habrá lista de espera. La mayoría de las veces, la espera no hace que los resultados sean peores, y la gente lo acepta porque es mucho más barato que pagar la atención hospitalaria privada. Los que no quieran esperar, o crean que no pueden, tienen la opción de pagar más para saltarse la lista de espera.

De hecho, la estratificación explícita es un rasgo, y no un defecto, de todos estos otros sistemas. Los que quieren más pueden obtener más, incluso en el sistema público de Singapur. Pero más atención médica no significa mejor: significa más opciones en cuanto a médicos, habitaciones privadas, menús de más categoría e incluso aire acondicionado. (Aunque muchos estadounidenses consideran esto último una necesidad, la mayoría de la gente en Singapur —donde hace mucho más calor— no opina lo mismo).

En Estados Unidos, en cambio, la mayor parte de la asistencia sanitaria se presta en hospitales privados, con o sin ánimo de lucro. Incluso los sistemas sin ánimo de lucro compiten por los ingresos, y lo hacen añadiendo a su servicio algunas comodidades secundarias. Esta competencia por un mayor volumen de pacientes hace que suban los precios, y, si bien no racionamos explícitamente la atención médica, lo hacemos de forma indirecta al exigir franquicias o deducibles y copagos, lo que obliga a muchos ciudadanos a prescindir de la asistencia médica debido a su costo</a>. Centrarnos en lo que resulta rentable —la atención aguda— nos lleva también a ignorar en mayor medida todavía la atención primaria y la prevención.

Estoy convencido de que la capacidad de obtener una buena atención, si no excelente, en unos centros que no compiten entre sí es la principal forma que tienen otros países de lograr grandes resultados por mucho menos dinero. También permite una regulación y un control mayores para mantener a raya los precios.

No digo que sería fácil ampliar el número de hospitales públicos en Estados Unidos. Lo que sería políticamente difícil es ampliar el papel del Estado en la prestación de asistencia sanitaria, directa o indirectamente. Sin embargo, permitir que la gente elija si acepta una asistencia más barata prestada por un sistema público o si paga más por ser atendida en un sistema privado podría hacerlo mucho más aceptable. De este modo, podríamos asegurarnos de que todos tengan acceso a una buena atención, aunque algunos puedan acceder a una mejor.

Las políticas sociales sólidas son importantes

He estado dos veces en Singapur para conocer el sistema sanitario del país, y dos veces he visto a mis anfitriones dedicar buena parte del tiempo a exhibir su red de viviendas públicas. Más del 80 por ciento de los singapurenses viven en viviendas públicas, lo que supone más de un millón de pisos construidos y subvencionados por el Estado. Casi todos los singapurenses son también propietarios de sus viviendas, incluso las de subvención pública; solo el 10 por ciento alquilan.

Gracias a las subvenciones del Estado, la mayoría de la gente destina menos del 25 por ciento de sus ingresos a la vivienda, y pueden elegir entre comprar pisos nuevos a precios muy subvencionados y comprarlos de segunda mano en un mercado abierto.

No es barato, pero sí posible porque el Estado solo gasta en sanidad en torno al 5 por ciento del PIB. Esto les deja una buena cantidad para destinarla a otras políticas sociales, como la vivienda.

Otros determinantes sociales importantes son la seguridad alimentaria, el acceso a la educación e incluso la raza. En el marco de las reformas emprendidas por Nueva Zelanda, su Agencia de Salud Pública, creada hace menos de un año, hace específicamente “un mayor hincapié en la equidad y en otros determinantes de la salud más generales, como los ingresos, la educación y la vivienda”. También se propone atajar el racismo en la asistencia sanitaria, sobre todo el que afecta a la población maorí.

En Australia me reuní con Adam Elshaug, profesor de política sanitaria de la Escuela de Población y Salud Global de Melbourne. Cuando le pregunté por los impresionantes resultados de Australia en materia de sanidad, dijo que aunque “la tasa de mortalidad reducible o prevenible por el sistema de salud, en concreto, es buena, no es fundamentalmente mejor que la de otros países de la OCDE, con la excepción de Estados Unidos. En Australia, son más la sanidad pública, las políticas sociales y el nivel de vida los responsables de esos resultados”.

Abordar estos problemas en Estados Unidos exigiría una inversión considerable, del orden de cientos de miles de millones o incluso billones de dólares al año. Parece imposible, hasta que uno se acuerda de que en 2022 gastamos más de 4,4 billones de dólares en la asistencia sanitaria. Simplemente no pensamos en las políticas sociales como la vivienda, la alimentación y la educación como parte de la asistencia sanitaria.

En otros países, en cambio, son conscientes de que estas cuestiones son igual de importantes, si no más, que los hospitales, las medicinas y los médicos. Con demasiada frecuencia, nuestra estrechez de miras define la asistencia sanitaria como lo que recibes cuando se está enfermo, y no como lo que se podría necesitar para seguir estando bien.

Cuando otros países deciden gastar menos en sus sistemas de salud (porque es una decisión), toman el dinero que ahorran y lo invierten en programas que benefician a sus ciudadanos al mejorar los determinantes sociales de la salud. En Estados Unidos, por el contrario, sostenemos que hay que recortar aún más los programas sociales que ya tenemos, que ya cuentan de por sí con muchos menos recursos. El reciente acuerdo sobre el límite de la deuda reduce la discrecionalidad del gasto y dificulta el acceso de las personas a programas públicos como los cupones de alimentos. Como señaló Elshaug, si hiciéramos lo contrario conseguiríamos mejores resultados.

 

Ya estamos haciendo lo que otros países no pueden

Los sistemas de esos otros países no son perfectos. Tienen problemas como el envejecimiento de la población, el alto precio de las nuevas tecnologías y, a menudo, unas listas de espera considerablemente largas, igual que nosotros. Esos problemas pueden hacer a algunas personas bastante infelices, aunque no estén peor de salud.

Cuando les pregunté a los expertos de cada uno de esos países sobre qué cosa podría mejorar sus áreas deficientes (por ejemplo, el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido viene teniendo algunas dificultades, últimamente), todos respondieron lo mismo: más dinero. A algunos les falta la voluntad política para asignar esos fondos. Otros no pueden hacer grandes inversiones sin quitárselas a otras prioridades.

En cambio, Singapur sí podría. Ante el rápido envejecimiento de su población, es probable que necesite gastar más del 5 por ciento de su PIB, aproximadamente. Jeremy Lim, director del Institute for Global Health Transformation y experto en su sistema sanitario, dijo que, aunque Singapur tendrá que gastar más, es improbable que supere entre el 8 al 10 por ciento del PIB, que es lo que casi todos los países han gastado históricamente.

Es decir, todos salvo Estados Unidos. En la actualidad gastamos alrededor del 18 por ciento del PIB en la asistencia sanitaria. Eso es casi 12,000 dólares por estadounidense. Es aproximadamente el doble de lo que gastan hoy otros países.

Con todo ese dinero, cualquiera de estos países podría resolver los problemas a los que se enfrenta. Pero gastar mucho más en sanidad no les parece algo que puedan hacer. Como es obvio, nosotros no tenemos ese problema, pero es intolerable que recibamos tan poco por lo que gastamos.

Parecemos incapaces de hacer lo que otros países consideran fácil, mientras que nosotros hemos decidido hacer alegremente lo que otros países consideran imposible.

Pero esto es también lo que me da esperanza. Ya hemos decidido gastar el dinero; solo tenemos que gastarlo mejor.

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