ACAPULCO — Una buena mañana de marzo el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), decretó abolido, de una vez y para siempre, el neoliberalismo en el país. Lamentablemente, la realidad no se disipa por decreto.
A siete meses de un gobierno pretendidamente de izquierda, el neoliberalismo persiste, implacable, en el centro. Peor aún: se extiende y adquiere nuevas e inquietantes formas.
Pocos países han experimentado el neoliberalismo con tanta severidad y violencia como México. Desde principios de la década de los ochenta hasta el 1 de diciembre de 2018 —el día en el que AMLO tomó posesión—, todos los gobiernos coincidieron en la ortodoxa aplicación de una serie de medidas de liberalización económica que transformaron radicalmente la configuración socioeconómica del país. Se conocen esas medidas: apertura comercial, desregulación de los mercados financieros, privatización de empresas estatales, flexibilización de las relaciones laborales, reducción del gasto público. Y sus resultados: escaso crecimiento económico, mayor desigualdad de ingresos, nulo abatimiento de la pobreza.
Hoy en día es imposible volver atrás. No hay manera de revertir las transformaciones de los últimos seis sexenios, “desneoliberalizar” la economía y regresar al México —nada idílico— de los años setenta. Tampoco es posible romper súbitamente con los actores, acuerdos y hábitos económicos vigentes sin derribar, en el mismo movimiento, la economía mexicana.
Para salir del laberinto neoliberal y construir las condiciones de una economía distinta es necesario operar desde el interior de la economía neoliberal misma. Se trata de una tarea compleja que requiere, además de tiempo, montones de imaginación política. En un artículo reciente, Joseph Stiglitz anticipaba ya algunas de las prioridades de esa tarea: restaurar el equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y los mercados; mermar la capacidad de las grandes corporaciones; cortar el vínculo entre el poder político y el poder económico.
Ninguna de las políticas económicas de AMLO, hasta ahora, parece particularmente comprometida con esa agenda. Es cierto que de vez en vez el presidente arremete verbalmente contra la oligarquía mexicana y que toma decisiones —como la de cancelar el aeropuerto en Texcoco— que afectan los intereses de algunos empresarios. También es verdad que desde el primer día de su gobierno se ha ocupado de poner en marcha urgentes programas sociales dirigidos sobre todo a jóvenes, indígenas y adultos mayores. No queda claro, sin embargo, que esos programas rebasen el marco de una política social focalizada y asistencialista, ni que esos altercados ocasionales con la iniciativa privada anuncien una nueva dinámica entre el poder político y el económico.
Más bien lo contrario: en vez de acentuar la división entre ambos poderes y transparentar sus transacciones, el gobierno de AMLO se ha rodeado de los empresarios consentidos del viejo régimen, se ha valido de las empresas de estos para avanzar los nuevos programas sociales y ha asignado más del 70 por ciento de los contratos federales sin licitación alguna.
En estos primeros meses de gobierno tampoco hay indicios de una nueva relación entre el capitalismo y las comunidades locales, o entre el capitalismo y el medioambiente, o entre el capitalismo global y el país. Como bien han observado los zapatistas, el gobierno de AMLO se ha mostrado apenas interesado en detonar proyectos económicos comunitarios y casi se ha obsesionado con abrir más terreno a la acumulación de capital a través de megaproyectos industriales y de infraestructura.
Menos interés aún ha mostrado en construir o vigorizar circuitos comerciales que aminoren la dependencia económica de México con Estados Unidos. Atrincherado entre sus fronteras, AMLO no parece tener, de hecho, más estrategia internacional que la de mantener a toda costa el acuerdo comercial con Estados Unidos, incluso si eso supone permitirle a Donald Trump dictar nuestra política migratoria. Igualmente preocupante es, ha sido, la actitud de su gobierno ante el medioambiente, al impulsar proyectos de desarrollo ambientalmente dudosos y apostar por una refinería que pone en riesgo 119 especies.
Pero no es solo que el modelo neoliberal persista: es que su embate contra el Estado ha cobrado nueva fuerza durante estos últimos meses. Los gobiernos anteriores atentaron contra la burocracia y el aparato de protección social con el pretexto de la “eficiencia administrativa”. Este gobierno —siempre dispuesto a justificar sus políticas con narrativas históricas— ha golpeado ciertos sectores del Estado con una coartada juarista: la austeridad republicana. En un primer momento, esa austeridad se batió —justa, necesariamente— contra los privilegios de los altos funcionarios. Poco tiempo después ya se ensañaba con instancias y programas del mismo gobierno que le había dado vida. Opuesto a aumentar y crear nuevos impuestos, el gobierno ha preferido liberar recursos para sus proyectos estelares recortando aquí y allá gastos y programas, ocasionando en el camino miles de despidos y episodios de desabasto. Particularmente dañadas se han visto áreas que el presidente no considera prioritarias: ciencia, tecnología, cultura.
Lo cierto es que no estamos saliendo, al menos no por lo pronto, del laberinto neoliberal. Parecería más bien que estemos entrando en una tercera etapa del neoliberalismo en México.
La primera duró poco más de diez años, de principios de los ochenta a mediados de los noventa, y fue la etapa de construcción y legitimidad del proyecto neoliberal, cuando el proceso de liberalización económica aún generaba consentimiento y esperanza. La segunda arranca en 1994 —tras la crisis económica que estalla a fines de ese año— y se extiende hasta 2018: aquí las políticas neoliberales son aplicadas ya sin el apoyo de la mayoría de los ciudadanos y sin siquiera un relato que consiga legitimarlas. Ahora, con AMLO, podríamos entrar en una nueva y temible etapa en la que el neoliberalismo persiste y se reproduce aun después de que ha sido decretada su muerte.
Hemos visto ya este desolador escenario en otros regímenes que se aseguran posneoliberales y que, en vez de transformar las condiciones de producción y acumulación, solo corrigen ciertos excesos del neoliberalismo. También se ha observado en esos casos que el discurso antineoliberal de sus dirigentes suele servir ante todo para ocultar la continuidad del dominio neoliberal y para proveer de legitimidad a medidas económicas que ya la habían perdido. Justo eso es lo que parece estar ocurriendo hoy en México. Y es una pena: el país necesita mucho más que una simple transformación retórica.
Aún le queda tiempo al gobierno de AMLO para rectificar. Debe hacerlo y colaborar en la tarea más importante de nuestra generación: pensar y construir un futuro más allá del paradigma neoliberal. Hasta ahora marcha en sentido contrario.