“Es difícil separar lo bueno para Estados Unidos de lo bueno para Bank of America”, comentó en 2009 quien era su director ejecutivo, Ken Lewis. En aquel entonces, esa frase no estaba nada cerca de ser verdad, pero la crisis actual ha revelado que la salud de la industria financiera y el mercado bursátil está completamente desconectada de la salud financiera real del pueblo estadounidense. Conforme aumentan la desigualdad, el desempleo y los desalojos, el Dow Jones se dispara: una línea calcula el sufrimiento y la otra, las utilidades para los inversionistas.
Una razón es que un golpe maestro ideológico que transformó en silencio nuestra sociedad a lo largo de los últimos 50 años favoreció a la economía financiera —y a sus agentes, como las firmas de capital privado— a costa de la economía verdadera que experimenta la mayoría de los estadounidenses.
Los orígenes de esta traición intelectual se pueden rastrear hasta la reacción negativa en contra del socialismo que surgió en la Europa de la Guerra Fría. Friedrich A. Hayek, un economista de la escuela austriaca y tal vez el líder más influyente de ese movimiento, denunciaba a los gobiernos que perseguían “el espejismo de la justicia social”. Los libres mercados son los únicos que pueden distribuir los recursos con justicia y recompensar a los individuos con base en lo que merecen, según el razonamiento de Hayes. Esa ideología —conocida como neoliberalismo— tuvo una fuerza especial porque se disfrazó de una aseveración neutral basada en las ciencias económicas a pesar de ser solo una teoría más. Según esta teoría, solo los mercados sin restricciones podían garantizar la justicia y la libertad porque la motivación por obtener ganancias podía elegir de manera objetiva a los ganadores y perdedores con base en su contribución a la economía.
En la década de 1960, el neoliberalismo saltó de los departamentos de economía a la política estadounidense, donde se fusionó con las ideas anticomunistas de los conservadores y luego se propagó con rapidez por universidades, escuelas de derecho, legislaturas y tribunales. Para los años ochenta, el neoliberalismo había triunfado en la política y se reflejó en recortes fiscales, desregulación y privatización de funciones públicas, como las escuelas, las jubilaciones y la infraestructura. La lógica imperante sostenía que las corporaciones podían hacer casi cualquier cosa mejor que el gobierno. Como lo dijo el presidente Ronald Reagan, el resultado fue la liberación de “la magia del mercado”.
Y la magia del mercado sí convirtió todo en oro, pero para los inversionistas acaudalados. El neoliberalismo llevó a la desregulación en todos los sectores, a un mercado impulsado por la deuda en el que el ganador se lleva todo y a una creciente aceptación cultural de gerentes corporativos que solo se enfocan en obtener ganancias. Estas condiciones fueron un caldo de cultivo perfecto para la industria del capital privado, conocida en aquel entonces como firmas de “adquisición apalancada”. Estas firmas aprovecharon el nuevo mercado de la deuda de alto rendimiento (mejor conocidos como bonos basura) para comprar y dividir los conglomerados estadounidenses, lo que concentró una riqueza sin precedentes en una menor cantidad de manos. La industria del capital privado encarna los valores del movimiento neoliberal y al mismo tiempo expone su lógica inherente.
Las firmas de capital privado usan el dinero de inversionistas institucionales como los fondos de pensión y los fondos universitarios para adquirir y reestructurar empresas o industrias. El capital privado toca casi todos los sectores, desde la vivienda y la atención médica hasta el sector minorista. Para maximizar las ganancias, estas firmas han exprimido los negocios con el fin de sacarles hasta la última gota de ganancias mediante recortes de empleos, jubilaciones y salarios cada vez que se presenta la oportunidad. Las adquisiciones cargadas de deuda privatizan las ganancias cuando las hay y socializan las pérdidas cuando no es así, lo que lleva a empresas que solían ser saludables a la bancarrota y deja cojeando a muchas otras para siempre. La lista de víctimas del capital privado ha crecido todavía más este último año: J.Crew, Toys ‘R’ Us, Hertz y más.
En la década pasada, la gestión de capital privado provocó la pérdida de casi 1,3 millones de empleos a causa de las bancarrotas y las liquidaciones en el sector minorista. Más allá de las empresas que controla directamente el capital privado, la amenaza de ser el siguiente blanco de una adquisición sin duda ha ocasionado que, a manera de prevención, algunas empresas recorten salarios y empleos para evitar ser la presa más débil. En pleno brote de manifestaciones callejeras de junio, un encabezado satírico en The Onion lo describió de la mejor manera posible: “Llueven críticas a manifestantes por saquear negocios sin primero crear una firma de capital privado”. Sin embargo, las adquisiciones mediante capital privado técnicamente no son saqueos, puesto que se les ha otorgado todo el respaldo de la ley e incluso las han alentado los formuladores de políticas.
De acuerdo con expertos de la industria, 2019 fue uno de los años más exitosos para el sector del capital privado hasta la fecha, con 919.000 millones de dólares en fondosrecaudados. Los mismos ejecutivos del sector también pueden amasar riquezas tremendas. La estructura estándar de sus comisiones establece que reciban alrededor del dos por ciento anual del dinero de inversionistas que administran, y luego un 20 por ciento de cualquier ganancia superior a un nivel acordado. Gracias a este arreglo lucrativo, también pueden aprovechar la tan favorable laguna tributaria de la “participación compartida o comisión de éxito”, que les permite pagar tasas impositivas mucho menores sobre sus ingresos por ganancias de capital en vez de los impuestos sobre la renta normales que paga la mayoría de las personas.
Un análisis de la historia reciente del capital privado refuta el mito neoliberal de que el incentivo de obtener ganancias produce los mejores resultados para la sociedad. El paso del tiempo ha desmentido otro mito del estilo: que desregular las industrias genera una competencia más dinámica y beneficia a los consumidores. En realidad, la competencia desregulada en el mercado más bien produjo la consolidación de los mercados. Los aspirantes a monopolios estrujaron a la competencia, acumularon poder político, cabildearon para conseguir aún más desregulación y finalmente expulsaron a todos sus rivales, lo que de manera inevitable afianzó su poder político. En vez de un mercado floreciente gracias a la competencia de firmas pequeñas, la ideología del libre mercado generó muy pocos ganadores que dominan al resto.
Tomemos como ejemplo el sector bancario. Durante una buena parte de la historia de Estados Unidos, los bancos fueron considerados un privilegio público con obligación de procurar el “mayor beneficio para la comunidad”. Si un banco quería fusionarse, crecer u ofrecer nuevos servicios, los reguladores a menudo rechazaban la solicitud porque una comunidad podía perder una sucursal bancaria o porque el nuevo producto era demasiado riesgoso. Durante la revolución neoliberal de las décadas de 1980 y 1990, el Congreso y los reguladores de los bancos relajaron las reglas, lo que permitió que un puñado de megabancos se tragara miles de bancos pequeños.
En la actualidad, cinco bancos controlan la mitad de todos los activos bancarios. Las comisiones que pagan los estadounidenses de bajos ingresos han aumentado, los servicios se han restringido y muchas de las comunidades de bajos ingresos han perdido su único banco. Cuando los bancos subsidiados con dinero federal dejaron las comunidades de bajos ingresos, los acreditantes alternativos llenaron el vacío como buitres con préstamos de día de pago, de reembolso anticipado y prendarios. Resulta que las firmas de capital privado invierten en algunos de los prestamistas de día de pago más grandes del país.
La fe en la magia del mercado se arraigó tanto que ni siquiera la crisis financiera de 2008 pudo exponer el mito por completo: fuimos testigos de cómo el gobierno federal adquirió todos los riesgos que los mercados no podían manejar y cómo el Congreso y la Reserva Federal salvaron el sector bancario ostensiblemente en nombre del pueblo. La premisa de la desregulación neoliberal se basó en la teoría de que la mano invisible del mercado iba a disciplinar a los bancos irresponsables sin necesidad de la supervisión gubernamental. Incluso un exgobernador de la Reserva Federal, Alan Greenspan, el fundamentalista del libre mercado más comprometido de la época, admitió: “Cometí un error”, lo que en realidad es la subestimación del siglo.
Podemos empezar a arreglar las grandes fallas propagadas durante la última mitad del siglo cobrando impuestos a las fortunas más grandes, dividiendo a los grandes bancos e imponiendo reglas de mercado que prohíban las conductas depredadoras de las firmas de capital privado.
Los mercados públicos pueden encargarse de los lugares que los mercados privados han desatendido. Las agencias federales o estatales pueden brindar servicios esenciales como los de banca, atención médica, acceso al internet, transporte y vivienda al costo por medio de una opción pública. En términos históricos, el mercado no se ha encargado del mantenimiento de caminos, la entrega de correspondencia, la policía y otros servicios, sino que los ha proporcionado el gobierno directamente. Los mercados privados todavía pueden competir, pero los servicios básicos estarán garantizados para todo el mundo.
Podemos superar los mitos del neoliberalismo que nos han traído hasta aquí. Podemos tener mercados competitivos y boyantes, pero nuestro principal objetivo debe ser garantizar la dignidad humana, la prosperidad de las familias y tener comunidades saludables. Y cuando entren en conflicto, debemos elegir las comunidades florecientes, no las ganancias.