,

Desigualdad en ebullición

Desigualdad en ebullición
En todo el mundo, los pueblos pobres y marginados sufrirán la peor parte de las temperaturas más altas causadas por el cambio climático. Foto: the New York Times

En julio, se registró una temperatura récord de 125 grados Fahrenheit (51,66 grados Celsius) en Bagdad y, en junio, de 100 grados Fahrenheit (37,77 grados Celsius) al norte del Círculo Polar Ártico. En Australia se rompieron todos sus récords de calor veraniego cuando los incendios forestales alimentados por una prolongada sequía hicieron que el cielo se tiñera de rojo febril.

Durante 150 años de industrialización, la combustión del carbón, el petróleo y el gas ha liberado constantemente gases que atrapan el calor en la atmósfera, lo que eleva las temperaturas mundiales promedio y provoca récords de calor. En casi todo el mundo, las olas de calor son más frecuentes y duraderas que hace 70 años.

Sin embargo, un planeta más caliente no lastima a todos por igual. Si eres pobre y marginado, es probable que seas mucho más vulnerable al calor extremo. Tal vez no te alcance para pagar aire acondicionado y puede que ni siquiera tengas electricidad cuando la necesites; es probable que no tengas otra opción más que trabajar al aire libre bajo un sol tan abrasador que sientas primero que te tambalean las rodillas y luego comiences a delirar. O el calor puede ocasionar una sequía tan dura que, sin importar lo mucho que trabajes bajo el sol, tu maíz se marchite y tus hijos te miren con hambre.

No es que puedas empacar e irte. Así que siembras tu maíz en lo alto de la montaña. Te bañas varias veces al día si tienes para el agua. Le pones talco a tu bebé para prevenir el sarpullido por calor. Duermes al aire libre cuando no hay energía eléctrica y matas a los mosquitos con las manos. Te sientas solo frente a un ventilador, con la maldición de los peligros relacionados del aislamiento y el calor.

El calor extremo no es un riesgo a futuro. Ya está aquí. Pone en peligro la salud humana, la producción de alimentos y el destino de economías enteras. Y es peor para aquellos que están en el fondo de la escala económica en sus sociedades. Vean lo que es vivir con uno de los riesgos más peligrosos y sigilosos de la era moderna.

Las olas de calor son cada vez más frecuentes en Atenas. La situación es más difícil en los barrios sin árboles y de hormigón de la ciudad.

Hasib Hotak, de 21 años, ha estado durmiendo en una azotea en Atenas, Grecia. Para ser exactos, ha estado durmiendo sobre una alfombra, bajo las estrellas, en una azotea en Atenas. Hay una pequeña habitación en el tejado, con una lámina corrugada por techo y una cortina como puerta. El calor del día la convierte en un horno; el calor es sofocante para dormir al interior. Le pertenece a un amigo que, como Hotak, es un refugiado afgano sin hogar y que duerme en una cama en el techo, cubierta con un mosquitero.

A finales de julio, durante el momento más crítico del verano en Atenas, el sol quemaba la azotea al mediodía. Hotak caminaba por la ciudad hasta uno de los parques públicos más grandes de Atenas, Pedion Areos. Algunos días, se ofrecía como voluntario en un grupo de ayuda que reparte sándwiches a refugiados indigentes como él. Otros días, se sentaba bajo un árbol frondoso y revisaba su teléfono. No hay muchos lugares donde un joven afgano se sienta bienvenido en Atenas, dijo. Una vez, él y un amigo fueron a una cafetería, con la esperanza de tomarse un café y charlar, pero únicamente los echaron. El dueño dijo que los griegos no frecuentarían su establecimiento si veían refugiados en una mesa.

Hotak tenía 16 años cuando dejó su casa en el distrito de Sholgara en Afganistán y fue el único de sus once hermanos y hermanas en hacerlo. Después de un intento fallido de entrar en Europa y dos años en un campo de refugiados, se le concedió asilo en Grecia. Fue entonces cuando llegó al refugio de la azotea con un amigo, en los atestados laberintos de Kolonos, un barrio obrero de Atenas donde se han asentado muchos migrantes.

La ciudad se ha calentado más cada década. Según los registros de temperatura que mantiene el Observatorio Nacional de Atenas, hubo menos de 20 días calurosos (con temperaturas de más de 99 grados Fahrenheit, o 37 grados Celsius) por año en la primera década del siglo XX. Para mediados de la década de 1980, todavía había menos de 50 días calurosos. Sin embargo, entre 2006 y 2017, la cifra había aumentado a 120 días calurosos.

Norma Rodríguez, quien tiene dos trabajos y completa su inscripción en la universidad comunitaria con un aire acondicionado en el remolque de su familia en Houston, el 20 de julio de 2020. Houston, una de las ciudades de Estados Unidos que se calienta más rápido, podría promediar 109 días al año con el índice de calor en la cima 100 grados. Foto: Ilana Panich-Linsman / The New York Times
Rafael Velásquez, un cocinero jubilado que vive solo desde que falleció su esposa, se mantiene tranquilo con los fanáticos en la casa Carter G. Woodson Senior en Brooklyn, el 23 de julio de 2020. Es mucho más probable que los afrodescendientes y latinos como Velásquez vivan en las zonas más calientes de las ciudades estadounidenses. Foto: Juan Arredondo / The New York Times
Eduardo Roque, un agricultor indígena y su familia en la casa de barro que construyó a mano en La Palmilla, en la región de Chiquimula de Guatemala, el 23 de julio de 2020. Foto: Daniele Volpe/The New York Times
navigate_before
navigate_next

Houston se está volviendo más caluroso con rapidez. Mantenerse fresco es un lujo inasequible para la familia Rodríguez.

El aire acondicionado de su habitación le da a Norma Rodríguez un respiro al final de un largo día.

A los 18 años, recién salida de la escuela preparatoria, Rodríguez tiene dos trabajos para ayudar a su familia. Uno en una zapatería, el otro en un restaurante. Su padre, Candelario Rodríguez, quien se dedica a instalar techos, está desempleado. El vehículo de la familia se descompuso, así que ella tiene que apurarse para que conocidos le den aventones. Su madre, Dominga, trabaja medio tiempo como camarista en un hotel cercano que no tiene muchos huéspedes. Su hermano, Noé, de 9 años, tiene vacaciones de verano en la escuela. El dinero escasea. Hacen lo imposible para pagar las cuentas. Durante, el día, tapan las ventanas para que no entre el sol y solo encienden el aire acondicionado por la noche. Pueden darse un regaderazo un día sí y otro no.

El aire del verano es húmedo en Houston. Incluso cuando te mueves lentamente, chorreas sudor. Cuando trabajas al aire libre, en la construcción, como solía hacer el padre de Norma Rodríguez antes de la pandemia, el sudor se acumula en tus botas de trabajo. Tres de sus compañeros se han desmayado por golpes de calor a lo largo de los años.

Los peligros del pasado los persiguen. Su vecindario del este de Houston, donde viven en su mayoría latinos como la familia Rodríguez, se vio especialmente afectado por el huracán Harvey. El calor acumulado en la atmósfera provocó lluvias inusualmente fuertes, que inundaron el remolque de dos habitaciones de los Rodríguez y un auto. Vadearon las aguas de la inundación para ser rescatados por un camión de 18 ruedas; Norma Rodríguez llevaba a sus mascotas, una gallina y un gato, en su mochila y Dominga Rodríguez, que no sabe nadar, traía puesto un chaleco salvavidas. “Este año solo esperamos que no haya otro huracán”, dijo Dominga Rodríguez. El huracán Hanna estuvo cerca en julio, pero no pasó por la ciudad.

Houston es una de las ciudades que más rápido se calienta en el país. Las temperaturas promedio han aumentado más de 3,5 grados Fahrenheit (casi 2 grados Celsius) desde 1970. A mediados de julio, el índice de calor de la ciudad alcanzó un máximo de 110 grados Fahrenheit (43 grados Celsius). Esto dio una idea de lo que se avecina. Si las emisiones de gases de efecto invernadero continúan aumentando al ritmo actual, Houston podría ver 109 días al año, en promedio, en los que el índice de calor llegue a los 100 grados Fahrenheit (37,7 grados Celsius).

En Nigeria, el aumento de las temperaturas se agrava con las continuas llamaradas de gas. Se puede sentir cómo chamuscan la piel.

La oscuridad nunca cae sobre el pueblo de Faith Osi.

Cinco grandes antorchas de gas metano se ciernen sobre Obrikom, en el corazón del delta rico en petróleo del sudeste de Nigeria. Forman parte de las enormes operaciones petroquímicas de la multinacional italiana Agip y arden las 24 horas del día, como sopletes a través del húmedo aire tropical.

Por lo general, aquí hace calor. En promedio, las temperaturas casi alcanzan los 91 grados Fahrenheit (33 grados Celsius) en la estación calurosa y solo disminuyen ligeramente en los meses de lluvia. Las llamaradas hacen que haga aún más calor, incluso de noche, en especial si eres demasiado pobre para vivir en cualquier otro lugar que no sea a solo unos cientos de metros de las llamaradas, donde los terrenos son más baratos. Un estudio encontró que la temperatura se eleva 22 grados Fahrenheit (un poco más de 12 grados Celsius) alrededor de las casas más cercanas a las llamaradas de gas.

Durante décadas, la extracción de petróleo ha envenenado el aire, la tierra y el agua de la región del delta del Níger, mientras que sus habitantes se han beneficiado poco de los empleos o el desarrollo en la zona.

Tal vez el calor sea la menos comprendida de estas amenazas. Es algo cotidiano e invisible y, para Osi, que tiene treinta y tantos años, es agotador.

La debilita. Apenas puede trabajar tres horas al día en su granja de yuca e, incluso en esas horas, siente que apenas puede respirar. Los dolores de cabeza la atormentan a menudo. Solo siente alivio cuando se echa un balde de agua fría en la cabeza.

Los peligrosos extremos del cambio climático ya están afectando a los más pobres de Nigeria. Los días y las noches más calurosos son más frecuentes, mientras que la cantidad de días y noches frescos ha disminuido, una tendencia que los estudios han observado en toda el África occidental.

Una de las más grandes preocupaciones en materia de salud pública es que las noches son más calurosas, lo que dificulta que las personas puedan dormir y facilita que los mosquitos se reproduzcan.

La estación seca es cada vez más larga y seca en Guatemala. Los campesinos indígenas podrían ver caer por completo la producción de sus cultivos.

Eduardo Roque, de 38 años, pertenece a uno de los pueblos originarios de Guatemala, parte de la comunidad maya chortí que vive en uno de los rincones más pobres y secos del continente americano, conocido como el “Corredor Seco”.

El aumento de las temperaturas está devastando la tierra.

Las lluvias de principios de verano que nutren sus pequeños campos han disminuido de manera visible en los últimos años, según los científicos, y cinco largas y duras sequías de finales de verano han asolado esta región en la última década. La temperatura del país en general ha aumentado unos 1,8 grados Fahrenheit (1 grado Celsius) desde 1960, con días y noches calurosos mucho más frecuentes. Las lluvias no llegan cuando las necesita para sus cultivos, dice Roque. “Cuando necesitamos el sol, de repente, lo que recibimos es agua”.

Las cosechas de maíz y frijol de Roque, ambos alimentos básicos, se malograron tres años seguidos. Desesperado, se fue a trabajar a la capital, Ciudad de Guatemala, compró una parcela de tierra cerca de un pequeño riachuelo y plantó hileras de maíz allí. En sus anteriores sembradíos de maíz plantó árboles y, bajo su sombra, está tratando de cultivar café.

La desnutrición es más elevada en Chiquimula, la región mayormente indígena donde Roque vive con su esposa y sus nueve hijos. Hay que racionar el agua.

La cantidad de gases de efecto invernadero emitidos por el guatemalteco promedio al año es diminuta (1,1 toneladas métricas, en comparación con las 16,5 toneladas por persona en Estados Unidos) y la huella de carbono de Roque es, muy probablemente, aún más pequeña. La electricidad llegó a su pueblo hace poco. La familia no tiene automóvil, motocicleta ni tractor. Construyó su casa a mano, de adobe, con solo unas cuantas columnas de concreto.

No obstante, Guatemala está destinada a sentir el efecto más agudo de un planeta más caliente. La producción de maíz y frijol podría disminuir cerca de un 14 por ciento para 2050, según un estudio reciente, y es poco probable que el café que se cultiva en las zonas más bajas sea “económicamente viable”.

Los modelos climáticos proyectan periodos secos más extensos en el futuro.

“Los modelos muestran que esto debería suceder en las próximas décadas, pero ya está pasando”, manifestó Edwin Castellanos, director del centro de estudios ambientales de la Universidad del Valle de Guatemala y coautor del estudio.

India ya es caliente. Un aumento de apenas unos cuantos grados puede ser peligroso para la gente que trabaja al aire libre.

Rabita, a la derecha, y otros aldeanos ven un combate de lucha libre por teléfono, dentro del sitio de construcción donde trabaja y vive en Lucknow, India, el 28 de julio de 2020. Foto: Saumya Khandelwal/The New York Times
Faith Osi se vierte agua en la cabeza para refrescarse mientras trabaja en la granja de yuca de su familia en Obrikom, en el corazón del delta rico en petróleo de Nigeria, el 21 de julio de 2020. Foto: KC Nwakalor / The New York Times
Faith Osi cuida de su hija pequeña, Miracle, después de un baño en la granja de yuca de su familia en Obrikom, en el corazón del delta rico en petróleo de Nigeria, el 21 de julio de 2020. Las llamaradas de gas metano que arden durante todo el día en Obrikom empeoran aún más esta zona ya caliente. Foto: KC Nwakalor / The New York Times
navigate_before
navigate_next

Rabita se inclina, llena un tazón con arena, lo levanta sobre su cabeza, sube y baja las escaleras. Sube y baja, incontables veces cada día, incluso cuando el calor aumenta por la mañana y el aire se vuelve pesado. Le duelen las piernas por subir y bajar las escaleras. A veces siente que la cabeza le da vueltas. Descansa cinco minutos como máximo o recibe los regaños intimidantes del capataz de la obra. De vez en cuando, le da fiebre y no puede ir a trabajar. Cuando está en su periodo, es lo peor.

El otro día, trató de sacudirse la arena del cuerpo, sin éxito. El sudor había hecho que se le pegara a la piel.

Rabita, que no usa apellido, ayuda a construir un proyecto de viviendas gubernamentales. Ella y su marido, Ashok Kumar, son dalits, o “intocables”, y se encuentran en el nivel más bajo de la escala de castas hindúes. No poseen tierras en Bihar, su aldea de origen, que ha sido durante mucho tiempo uno de los lugares más aterradores para ser dalit. Trabajan en tierras ajenas, cuando hay trabajo, y a Rabita le pagan menos de la mitad de lo que gana un hombre.

La Organización Internacional del Trabajo califica el calor como un riesgo para la salud ocupacional, y quienes trabajan en la construcción como Rabita son particularmente vulnerables. La mayoría de las personas solo pueden trabajar a la mitad de su capacidad cuando las temperaturas superan los 91 grados Fahrenheit (32,7 grados Celsius), y el grupo advierte que la exposición a muchas horas de calor puede ser letal.

Se prevé que las pérdidas económicas por estrés por calor aumenten a 2,4 billones de dólares en 2030. Sin embargo, también se espera que este costo se reparta de manera desigual.

Se estima que el sur de Asia y el oeste de África serán las regiones más afectadas, no solo por las altas temperaturas y la humedad, sino, en principio de cuentas, por lo vulnerables que son los trabajadores como Rabita.

El calor es la forma más mortal de clima extremo para los ancianos estadounidenses. En la ciudad de Nueva York, el aislamiento es su astuto cómplice.

Un sofocante domingo de julio, con temperaturas que alcanzaban los 93 grados Fahrenheit (33,88 grados Celsius), Rafael Velásquez, de 66 años, se sentó en el patio de su complejo de apartamentos con una botella de agua fría pegada al rostro. Le gustaba sentarse afuera en un banco, para alimentar a las palomas. Llevaba consigo una toalla de mano para limpiarse el sudor.

No había mucho que hacer en casa. Ha vivido solo desde que su esposa murió hace un par de años. No puede darse el lujo de comprar un aire acondicionado y dijo que no tenía idea de cómo conseguir uno gratis mediante un programa de la ciudad diseñado para ayudar a las personas de la tercera edad a mantenerse frescos durante la pandemia, cuando los centros climatizados para los adultos mayores están en su mayoría cerrados.

Tenía un ventilador de los que se instalan bajo las ventanas en la sala y un ventilador de piso que arrastraba del dormitorio a la sala todas las mañanas. La mayoría de las veces, se la pasaba navegando en internet en su teléfono. No le alcanza para contratar televisión por cable.

En Estados Unidos, el calor mata a las personas mayores más que cualquier otro suceso climático extremo, incluidos los huracanes, y el problema es parte de un patrón nacional vergonzoso: los afroestadounidneses y latinos como Velásquez tienen muchas más probabilidades de vivir en las partes más calientes de las ciudades del país.

El aislamiento lo empeora.

Sin nadie que revise cómo te encuentras, hasta un caso leve de deshidratación puede empeorar con rapidez si eres frágil o padeces otras enfermedades, como las cardiacas. Según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, 600 estadounidenses mueren todos los años a causa del calor extremo. Sin embargo, un estudio académico reciente estimó que hasta 12.000 personas pueden morir de enfermedades relacionadas con el calor; de acuerdo con los investigadores, el 80 por ciento de ellas son mayores de 60 años.

Las cinco hijas de Velásquez viven en el Bronx. Dijo que hacía meses que no las veía debido a la pandemia.

El otro día, cuando la ciudad emitió una alerta de calor y el centro de ancianos en la planta baja abrió por primera vez en meses como un centro para refrescarse, fue a recoger dos bolsas de plástico de comestibles que contenían frijoles negros, cereal para desayunar, mantequilla de cacahuate y otras provisiones no perecederas.

Ganó una ronda de bingo y un rollo de toallas de papel como premio.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *