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Ella ocupó el lugar de mi madre. ¿Podría hacer lo mismo por ella?

Ella ocupó el lugar de mi madre. ¿Podría hacer lo mismo por ella?
Ella ocupó el lugar de mi madre. ¿Podría hacer lo mismo por ella? (Brian Rea/The New York Times)

Cuando mi madre murió joven, su madre me ayudó a amortiguar la pérdida. Ahora temo perderla a ella también

Solía odiar ir a comprar ropa con mi abuela. Íbamos a una tienda, elegíamos faldas de mezclilla y sostenes deportivos, y nos dirigíamos a los probadores, donde mis hermanos y yo la oíamos conversar con la encargada, sabiendo que en algún momento, sin falta, diría: “Su madre murió. Yo solo soy su abuela”.

Lo hizo en American Eagle y Foot Locker, en las cabinas de Applebee y en la caja de ShopRite. Mis hermanos y yo empezamos a bromear sobre cuántos minutos de conversación serían necesarios antes de que ella le contara nuestro mayor secreto a un extraño.

No hace mucho, durante una de nuestras llamadas, le pregunté por qué siempre hacía eso. ¿Realmente pensaba que el adolescente que nos atendía en Dairy Queen necesitaba saber que nuestra madre estaba muerta cuando nos entregaba nuestros helados de galleta?

Ella se rio, y luego se puso seria: “Era algo muy presente en sus vidas, Rachael. Estaba en todos los lugares a los que íbamos. ¿Cómo no iba a hablar de eso?”.

No debía haberme sorprendido que viera la ausencia de mi madre en esas situaciones cotidianas. Después de todo, mi abuela no se sentía muy cómoda en Victoria’s Secret ni yo en su reunión semanal de jubilados en IHOP. Pero a mí nunca me pareció tan grave. Culpo a mi abuela por el lujo de olvidar en ocasiones que mi madre había muerto, pues era muy buena siendo una madre para mí.

Cuando mi madre se enteró, a los 40 años, de que tenía cáncer, mi abuela pidió un permiso de ausencia, al parecer temporal, en el banco donde trabajaba, un empleo que se había esforzado mucho en obtener a una edad madura. Ya había perdido un hijo que se suicidó, y estaba decidida a no perder a su hija.

“Ninguno de ustedes puede irse antes que yo”, dijo. Pero el cáncer no la escuchó.

El día que mi madre murió, no recuerdo haber visto su cama vacía, aunque debí haberlo hecho; tampoco recuerdo que me pidieran que me despidiera esa mañana, como me lo contaron después. Todo lo que recuerdo es a mi abuela frente a nuestra casa en su Chrysler color verde tortuga. Siempre parecía transmitir la sensación de que la vida debía continuar, sin importar lo que ocurriera.

Éramos cinco los que debíamos superar la infancia. Yo tenía seis años cuando todo ocurrió; era la más pequeña. Necesitaba que alguien me limpiara los oídos y me llevara al dentista, que notara que las galletas que estaba comiendo en exceso no llenaban el hueco de mi corazón y que estuviera orgullosa de mí, tuviera éxito o no, y a pesar de que no hiciera nada.

Mi abuela, una mujer de 65 años con una rodilla lesionada y artritis crónica, se preparó para su segundo acto de crianza. Todas las semanas preparaba una lista de compras e iba a adquirir provisiones para nuestra familia de seis integrantes. Conducía una hora desde su casa en Nueva Jersey hasta la nuestra en Staten Island y se quedaba dos días para ayudar a mi padre con todo.

Los jueves por la tarde aparecía en la esquina de la calle, cerca de nuestra escuela, y se quedaba media cuadra detrás de las otras madres, como para ahorrarnos el tener que reconocer que ella no era la persona que se suponía que debía estar allí. Yo corría por esa calle hasta llegar a sus brazos para recibir el primer abrazo suyo después de despedirme de ella la semana anterior. Los viernes por la noche, preparaba la cena con muchas sobras, y luego se iba en su Chrysler a descansar un poco antes de hacerlo todo de nuevo la semana siguiente.

Con el paso de los años, mi abuela trató de ayudar con las cosas que en la vida me recordaban que yo no tenía madre. Se quedó con el segundo boleto para los padres en las graduaciones, me compró mis primeros tampones, me horneó mis pasteles de cumpleaños y me dijo que no me dejaría, ni siquiera durante mis difíciles años de adolescencia.

Mi relación con ella es agridulce, y nuestro profundo vínculo es el resultado de la pérdida que la propició. Ella es la primera persona con la que quiero compartir las buenas noticias y la que me consuela cuando son malas. Ella es mi contacto de emergencia, asesora de recetas y maestra del amor incondicional.

Actualmente es un amor que nutro con llamadas semanales por teléfono. Ella y yo solíamos tener pijamadas mensuales, pero la pandemia terminó con eso, y ahora estoy más ansiosa que nunca por recuperar nuestro tiempo juntas. Desearía que ella fuera más joven, o yo más vieja. No creo que las personas normales de 25 años se preocupen por eso, pero las personas normales de 25 años no suelen tener figuras maternas de 84 años.

Al teléfono con ella hace unos meses, me quejaba de un proyecto de trabajo cuando me dijo: “Así es la vida, Rachael”.

“Ay, Dios”, dije con un tono brusco, de la misma manera grosera en que una adolescente le responde a una madre que la sermonea.

Me molesto con ella más de lo que me gustaría admitir. Intento hacerlo menos, para dejar que solo practique su papel de abuela. Pero en esa llamada, volví a asignarle el papel de madre que tanto necesito.

Parecía desconcertada por mi respuesta, y yo estaba sorprendida por su fragilidad.

Ese mismo mes, fui a la tienda de abarrotes a comprar carne de res para un guiso irlandés, y me encontré con un hombre de mediana edad que llevaba puesto un cubrebocas y caminaba por el pasillo de sopas. “Si no vuelvo a casa con salsa holandesa mi esposa no me dejará entrar”, dijo para sí mismo.

De vuelta a casa, me fui a dar un paseo en bicicleta de 64 kilómetros cerca del océano. Mientras iba en la bicicleta, dejé que mi mente vagara, preguntándome si el hombre de la salsa holandesa había logrado entrar a su casa y pensando cuánto le gustaría a mi abuela sentarse junto a este mar si no se avergonzara de cómo se verían sus piernas en traje de baño. Era muy agradable volver a pensar en cosas normales, olvidar que el tiempo pasaba.

Entonces sonó mi teléfono. Era mi hermana mayor.

Jadeando, le dije: “Estoy tratando de llegar a casa antes de que oscurezca. ¿Qué pasa?”.

Se apresuró a colgar el teléfono pero volvió a llamar una hora después.

“Le dieron malas noticias de salud a la abuela”, dijo. Mi hermana era la encargada de dar las noticias, y yo sabía que todos estaban preocupados de que yo fuera la que más se impactara con la noticia. “Tiene un tumor en el riñón”.

Para entonces, mi abuela había vivido más que mi madre y que la suya, pues murieron de cáncer de colon, y también había vivido más que su otro hijo. Ella es la persona más fuerte que he conocido, pero últimamente parecía muy cansada.

La llamé, decidida a ocultar lo asustada que estaba, pero todo me parecía un “déjà vu”. Era nuestra dinámica de siempre en la que yo me esforzaba para no admitir que mi mundo se estaba desmoronando, mientras ella se aseguraba de decirme que no se iría a ninguna parte.

Pero su voz sonaba diferente esta vez, menos segura. Me esforcé por decir lo adecuado, repasando en mi cerebro las frases disponibles para la ocasión, y al final me decidí por las únicas palabras que podía decirle: “Te amo”.

Me preguntaba si YouTube tenía videos sobre cómo dar baños de esponja, o si podía tomarme un permiso de ausencia en el trabajo para cuidarla si las cosas se ponían feas. ¿Las abuelas están incluidas en esos permisos? Esos momentos me recuerdan la parte faltante entre nosotras y el espacio inusualmente grande que llenamos la una con la otra.

Y ahí estaba, el siguiente giro en nuestro amor agridulce: había adoptado el papel de madre para mí, y ahora era mi turno de ejercer el papel de madre para ella.

Se sintió raro imaginar cómo explicaría al departamento de recursos humanos lo que ella significaba para mí usando esa única palabra, “abuela”, que es a la vez tremendamente inadecuada y apropiada.

Un solo marco la contiene tanto a ella como a mi madre, como si fuera la muñeca rusa más grande que une el conjunto de muñecas que representa mi vida, esa que guarda a las demás.

Durante muchos años ha amortiguado las secuelas de la desaparición de mi madre de nuestras vidas. Me dejó seguir siendo la pequeña y sólida muñeca rusa de madera en el centro del conjunto un poco más de tiempo.

Sin ella, la capa de mi madre también desaparecerá, y me veré obligada a ver la ausencia que mi abuela vio todo el tiempo. Perderé a la madre que perdí hace casi veinte años y a la mujer que llegué a amar en su lugar. Perderé a la persona que me escribió cartas en el campamento de verano, así como mi último nexo con la mujer que se suponía que debía hacer esas cosas.

A veces, en ocasiones especiales, veo los ojos color avellana de mi abuela, llenos de lágrimas, y comprendo la complicada alegría que debe sentir al ser esa persona para mí, la que ocupa el lugar destinado a su propia hija.

Cuando la pierda, las perderé a ambas. Y entonces ¿cómo será la vida?

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