Demasiadas personas anhelan todavía sus viejas rutinas; es mejor hacerse de nuevas
Hace unos años asistí a una cena de Acción de Gracias en la que la anfitriona, sin avisar a familiares y amigos, rompió con la tradición y sirvió salmón en lugar de pavo, papas asadas en lugar de puré, coulis de frambuesa en lugar de salsa de arándanos y así el resto de los platillos.
Mientras que algunos invitados se mostraron educados al decir que la comida era “algo diferente”, la mayoría reaccionó con una consternación que no pudo disimular. Algunos se quejaron. Otros pusieron mala cara. Un joven invitado, de hecho, lloró. Nadie se volvió a servir.
No era que la comida en sí fuera mala. De hecho, la comida fue excelente. El problema era que no era la comida que todos esperaban.
Cuando hay discrepancias entre las expectativas y la realidad, en el cerebro se disparan todo tipo de señales de auxilio. No importa si es un ritual de vacaciones o un hábito más mundano como atarse los zapatos; si no puedes hacerlo de la manera en la forma acostumbrada, estás diseñado biológicamente para alterarte.
En parte, esto explica la pena y el anhelo de la gente por las rutinas que eran las melodías de fondo de sus vidas antes de la pandemia y también su sensación de malestar al entrar en una temporada de fiestas como ninguna otra. La buena noticia es que mucho de lo que extrañamos de nuestras rutinas y costumbres y lo que las vuelve benéficas para nosotros como especie tiene más que ver con su reconfortante regularidad que con los comportamientos en sí. La clave para hacer frente a este o a cualquier otro momento de agitación es establecer a la brevedad nuevas rutinas para que, incluso si el mundo es incierto, todavía haya cosas con las que se pueda contar.
Primero, un poco de información sobre por qué somos criaturas de hábitos. Los psicólogos, los antropólogos, los neurocientíficos y los neurobiólogos han escrito innumerables libros y trabajos de investigación sobre el tema, pero todo se reduce a esto: los seres humanos somos máquinas de predicción.
“Nuestros cerebros son órganos estadísticos construidos simplemente para predecir lo que sucederá a continuación”, comentó Karl Friston, profesor de Neurociencia en el University College de Londres. En otras palabras, hemos evolucionado para minimizar la sorpresa.
Esto tiene sentido porque, en tiempos prehistóricos, las predicciones erróneas podían llevar a algunas sorpresas muy desagradables, como que te devorara un tigre o que quedaras atrapado en arenas movedizas. Los llamados errores de predicción (como encontrar salmón en vez de pavo en tu plato de la cena de Acción de Gracias) nos causan ansiedad porque nuestros cerebros los interpretan como una posible amenaza. Las rutinas, los rituales y los hábitos surgen de la parte primitiva de nuestros cerebros que nos dice: “Sigue haciendo lo que has estado haciendo, porque lo hiciste antes y no te moriste”.
Así que, en conjunto, la forma invariable en la que te duchas y te afeitas por la mañana, la forma en que te formas para tomar un café con leche antes del trabajo y pones el café a la izquierda de tu computadora portátil antes de revisar tu correo electrónico son esfuerzos en esencia subconscientes para hacer tu mundo más predecible, ordenado y seguro.
Lo mismo ocurre con la clase de yoga de los martes, la noche de citas de los viernes, los servicios religiosos de los domingos, los clubes de lectura mensuales y las vacaciones anuales. Podemos asociar estas actividades con el logro de un objetivo (salud, amistad, educación, crecimiento espiritual), pero la regularidad inquebrantable y la forma ritualizada con la que las realizamos, incluso hasta nuestra tendencia a irnos al mismo rincón del salón de yoga o sentarnos en el mismo banco en la iglesia, hablan de nuestra necesidad de minimizar la sorpresa y ejercer control.
Las rutinas y los rituales también sirven para conservar valiosa energía cerebral. Resulta que nuestros cerebros son muy codiciosos en lo que se refiere al consumo de energía y absorben el 20 por ciento de las calorías que consumimos, mientras que solo representan el 2 por ciento de nuestro peso corporal total. Cuando nuestras rutinas se ven interrumpidas, tenemos que hacer nuevas predicciones sobre el mundo, recopilar información, considerar opciones y tomar decisiones. Y eso tiene un costo metabólico significativo.
Friston explica que nuestros cerebros, cuando no están seguros, pueden ser como computadoras con sobrecalentamiento: “La cantidad de actualizaciones que hay que hacer frente a las nuevas evidencias marca la complejidad de tu procesamiento, y eso puede medirse en julios o el flujo sanguíneo o la temperatura de tu cerebro”. Ese esfuerzo, aunado al sentimiento primordial de amenaza, produce emociones negativas como el miedo, la ansiedad, la desesperanza, la aprehensión, la ira, la irritabilidad y el estrés. Hola, COVID-19.
Literalmente, nuestros cerebros se sobrecargan con toda la incertidumbre causada por la pandemia. No solo está la naturaleza en apariencia voluble del virus, sino que ya no tenemos las rutinas que sirvieron como el andamiaje familiar de nuestras vidas. Esas cosas que ya dominábamos y que relegábamos a la función de piloto automático del cerebro (ir a trabajar, al gimnasio, llevar a los niños a la escuela, reunirse con los amigos para cenar, ir de compras) ahora requieren pensar seriamente y hacer un análisis de riesgos.
En consecuencia, tenemos menos ancho de banda disponible para el pensamiento de orden superior: reconocer sutilezas, resolver contradicciones, desarrollar ideas creativas e incluso encontrarle alegría y sentido a la vida.
“Es contraintuitivo porque pensamos que el significado de la vida viene de estas experiencias grandiosas”, explica Samantha Heintzelman, profesora asistente de Psicología en la Universidad de Rutgers en Newark que estudia la conexión entre el comportamiento rutinario y la felicidad. “Pero son las rutinas mundanas las que nos dan la estructura para ayudarnos a realizar el mínimo esfuerzo y navegar mejor por el mundo, lo que nos ayuda a encontrarle sentido a las cosas y a sentir que la vida tiene sentido”.
Por supuesto, siempre se puede llevar las rutinas y rituales demasiado lejos, como las conductas extremadamente controladas y repetitivas que son un signo de adicción, el trastorno obsesivo compulsivo y varios trastornos de la alimentación. En la era del coronavirus, las personas pueden recurrir a la limpieza obsesiva, el acaparamiento de papel higiénico, el almacenamiento de alimentos o a usar cubrebocas de manera neurótica incluso cuando van solas en sus autos. En el otro extremo del espectro están aquellos que se aferran a sus viejas rutinas porque dejar de hacerlas parece más amenazante que el virus.
Y luego están todos los que se refugian en una especie de inmovilidad, en espera de que puedan volver a vivir sus vidas como lo hacían antes. No obstante, eso también es inadecuado.
“Es mucho mejor establecer una nueva rutina dentro del ambiente limitado en el que nos encontramos”, explicó Regina Pally, psiquiatra de Los Ángeles que se centra en cómo los errores de predicción subconscientes conducen a un comportamiento disfuncional. “Las personas se enfrascan tanto en cómo quieren que sean las cosas que no se adaptan ni fluyen con base en cómo son. No se trata solo del coronavirus, sino de todo en la vida”.
Por suerte, hay un vasto repertorio de hábitos que puedes adoptar y rutinas que puedes establecer para estructurar tus días sin importar las crisis que se desarrollen a tu alrededor. Winston Churchill se daba baños de tina dos veces al día durante la Segunda Guerra Mundial y a menudo sus asistentes tomaban el dictado desde la bañera. Mientras estaba en la Casa Blanca, Barack Obama pasaba cuatro o cinco horas solo todas las noches y durante ese tiempo escribía discursos, revisaba documentos informativos, veía ESPN, leía novelas y se comía siete almendras ligeramente saladas.
La cuestión es encontrar lo que te funciona. Basta con que sea regular y te ayude a alcanzar tus objetivos, ya sean intelectuales, emocionales, sociales o profesionales. Los mejores hábitos no solo proporcionan estructura y orden, sino que también te dan una sensación de placer, logro o confianza al terminar. Puede ser tan simple como hacer la cama tan pronto como te levantas por la mañana o comprometerte a trabajar las mismas horas en el mismo lugar.
Las rutinas a prueba de pandemias podrían incluir llamadas telefónicas o videollamadas semanales con los amigos, martes de tacos con la familia, excursiones con tu cónyuge los fines de semana, llenar un comedero para pájaros con regularidad, fijar horas para rezar o meditar, tomar unos tragos en el patio delantero con los vecinos o escuchar un audiolibro todas las noches antes de ir a la cama.
La verdad es que no puedes controlar lo que pasa en la vida. Pero puedes crear una rutina que le dé a tu vida un ritmo predecible y una buena estabilidad. Esto libera tu cerebro y le permite desarrollar perspectiva, para así poder tomar las sorpresas de la vida con más calma. Puede que incluso te parezca bien comer salmón en lugar de pavo para el Día de Acción de Gracias, siempre y cuando haya tarta de postre.