El sistema que facilitó la creación de una vacuna contra la Covid-19 en tiempo récord depende de sólidas proyecciones a la propiedad intelectual.
Sudáfrica e India le han pedido a la Organización Mundial del Comercio (OMC) que suspenda algunas de las protecciones a la propiedad intelectual de los fármacos, vacunas y tecnologías de diagnóstico para la COVID-19. En apoyo a este esfuerzo, Médicos Sin Fronteras comenzó una campaña en redes sociales para instar a los gobiernos a “priorizar las vidas por encima de las ganancias”, para advertir del “mercantilismo de la industria farmacéutica” y para convocar el apoyo para la etiqueta “#NoCovidMonopolies”. La OMC, organismo que gobierna las reglas comerciales de sus 164 naciones miembro, considerará la propuesta en la reunión que sostendrá hoy su Consejo de los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual.
Los activistas que están cabildeando para poner un fin a las patentes para la COVID-19 lo hacen por una inquietud legítima. Ahora que tenemos las herramientas para acabar con la pandemia, ¿qué pasaría si no se distribuyeran de una manera justa? Mis colegas en la industria farmacéutica comparten esta preocupación. La desigualdad mundial tan solo empeorará si las naciones ricas se vacunan y dejan que el resto del mundo se las arregle por sí solo.
No queda claro cómo la suspensión de las protecciones a las patentes garantizará una distribución justa. Sin embargo, es claro que, si la iniciativa tiene éxito, el esfuerzo pondría en peligro la futura innovación médica, y nos volvería más vulnerables a otras enfermedades.
Los derechos de propiedad intelectual, incluidas las patentes, les otorgan un periodo de exclusividad a los inventores para que hagan y vendan sus creaciones. Al ofrecer estos derechos a quienes crean activos intangibles —como composiciones musicales, software o fórmulas para fármacos—, la gente inventará más cosas nuevas y útiles.
El desarrollo de una nueva medicina es riesgoso y costoso. Consideremos que los científicos han dedicado décadas —y miles de millones de dólares— al desarrollo de tratamientos para el alzhéimer, pero todavía no hay muchos avances. Las empresas y los inversionistas que financian la investigación cargan con tal riesgo porque tienen una oportunidad de ser recompensados. Una vez que la patente expira, las empresas genéricas tienen la libertad de producir el mismo producto. Los derechos de propiedad intelectual forman la base del sistema que nos da todas las nuevas medicinas, desde los fármacos psiquiátricos hasta los tratamientos para el cáncer.
En su intento por defender estos derechos, la industria farmacéutica ha cometido errores en el pasado que han provocado una pérdida de confianza de la gente. Por ejemplo, hace más de 22 años, una agrupación de farmacéuticas demandó al gobierno sudafricano por intentar importar medicamentos más baratos contra el sida en medio de una epidemia. Ya que el costo se interponía entre los pacientes y su supervivencia, la demanda, que las empresas abandonaron a final de cuentas, fue un terrible error de juicio. La situación actual no es un paralelo.
Varias importantes empresas farmacéuticas, entre ellas AstraZeneca, GlaxoSmithKline y Johnson & Johnson, han prometido que durante la pandemia ofrecerán sus vacunas sin producir ganancias. Otras están considerando precios diferenciales para países diferentes. Hasta el mes pasado, cuatro de las principales farmacéuticas ya habían accedido a que, a la postre, iban a producir al menos 3000 millones de dosis para naciones de bajos y medianos ingresos, de acuerdo con un análisis.
En Sudáfrica e India, las farmacéuticas ya están trabajando con socios locales para volver disponibles sus vacunas. Johnson & Johnson ha entrado a una sociedad de transferencia tecnológica para su vacuna candidata con Aspen Pharmacare de Sudáfrica y AstraZeneca ha llegado a un acuerdo de licencia con el Instituto Serum de India para desarrollar hasta 1000 millones de dosis de su vacuna para países de bajos y medianos ingresos.
Las empresas pueden otorgar los derechos de patentes de forma gratuita, o vender fármacos al costo, precisamente porque saben que su propiedad intelectual estará protegida. Eso no es una falla en el sistema; es la manera en que el sistema garantiza que la investigación farmacéutica siga recibiendo financiamiento.
Mermar las protecciones para las patentes tiene consecuencias trascendentales.
Tomemos como ejemplo el “ARN mensajero”, la plataforma de tecnología que sirve de base para las vacunas de Pfizer/BioNTech y Moderna. Ozlem Tureci y Ugur Sahin, el equipo de marido y mujer que está al mando de BioNTech, comenzaron a explorar el uso del ARNm hace más de 25 años y fundaron su empresa en 2008. En teoría, el ARNm puede enseñarle al cuerpo a diseñar proteínas, incluidas las que aumentan la inmunidad en contra de patógenos infecciosos, cánceres y raros padecimientos genéticos. Sin embargo, las vacunas para la COVID-19 son las primeras aplicaciones verdaderamente exitosas de esta tecnología. Los científicos ansiosos por explorar los usos futuros del ARNm tendrán problemas para encontrar inversionistas si las protecciones a la propiedad intelectual les son arrebatadas cuando otros lo consideren necesario.
Quienes critican los derechos de propiedad intelectual citan la inversión pública en investigación como una razón para renunciar a las protecciones para las patentes. Señalan de manera correcta que los gobiernos financian las primeras etapas de las investigaciones importantes en todas las ciencias. Es verdad que, sin el financiamiento público de agencias como la Autoridad de Investigación y Desarrollo Biomédico Avanzado de Estados Unidos o el Ministerio Federal de Educación e Investigación de Alemania, las farmacéuticas de todo el mundo no podrían haber desarrollado las vacunas contra la COVID-19 con tal rapidez. Sin embargo, en este caso, el financiamiento en esencia sirvió para reducir riesgos y acelerar los tiempos de producción: los científicos del sector privado siguen siendo el motor de la investigación y el desarrollo. Además, los gobiernos no tienen el dinero ni la tolerancia al riesgo para asumir el papel de los negocios en el desarrollo de medicinas que estén listas para su venta en farmacias.
No hay ningún sustituto disponible para el financiamiento privado que sirva para llevar nuevas medicinas al mercado. Por ejemplo, ordenarles a los laboratorios del gobierno que fabriquen medicamentos politizaría el desarrollo de los fármacos, lo cual empoderaría a los políticos y las personas que ellos designen para decidir qué líneas de investigación vale la pena financiar.
Tampoco hay ninguna razón para temer la existencia de un monopolio de la vacuna contra la COVID-19. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, hay 214 proyectos para el desarrollo de una vacuna contra la COVID-19 en todo el mundo; 52 están en ensayos clínicos, de los cuales 13 están en la fase más avanzada de las pruebas. Siete han sido aprobados para uso de emergencia o uso limitado en varios países. En resumen, estamos avanzando con rapidez hacia un mercado competitivo, lo opuesto de un monopolio.
Claro está que hay obstáculos importantes para distribuir con rapidez y equidad las vacunas contra la COVID-19 en todo el mundo. Sin embargo, no tienen nada que ver con la propiedad intelectual. Más bien, el desafío es una fabricación veloz. Un estudio del Departamento de Defensa de Estados Unidos estimó que construir y operar una planta que produzca tres vacunas costaría 1560 millones de dólares durante 25 años. Las plantas cuestan menos en países en vías de desarrollo como India, pero tan solo un poco. El equipo necesario para producir vacunas —biorreactores, centrifugadores, almacenamiento en frío y cosas por el estilo— es caro en todas partes. Por eso la producción de la vacuna contra la COVID-19 se está llevando a cabo casi de manera exclusiva en fábricas existentes.
Desmantelar la protección a las patentes no haría nada para expandir el acceso a las vacunas ni para impulsar la capacidad productora en el mundo. Los científicos dedicados a la investigación desarrollan vacunas en tiempo récord porque tienen la seguridad y los recursos que conlleva un sólido sistema de protección a su propiedad intelectual. Ese sistema es crucial para que las empresas puedan crear las vacunas que necesitamos para una distribución generalizada.