El vestido me prometió algo que los médicos no podían

El vestido me prometió algo que los médicos no podían
La ropa me prometía algo que los médicos, mientras siguen buscando un diagnóstico, todavía no pueden: un futuro sin complicaciones. Y yo le prometí un futuro a la ropa. Foto, Brian Rea/The New York Times.

Aunque los médicos no podían precisar lo que me ocurría, estaba tan alarmada por mis síntomas y las más graves conjeturas de los especialistas que me inquietaba si tendría un futuro o no. Tenía 27 años.

El vestido era negro, con botones brillantes en las muñecas y un gran lazo en la espalda. Le dije a mi amiga: “Quiero que me entierres con este vestido”, lo que me hizo gracia porque pensé que me estaba muriendo. Y luego pensé que no tenía ninguna gracia.

Aunque los médicos no podían precisar lo que me ocurría, estaba tan alarmada por mis síntomas y las más graves conjeturas de los especialistas que me inquietaba si tendría un futuro o no. Tenía 27 años.

Lo que sí era cierto es que me estaba encogiendo. De manera rápida, incontrolable. No tenía nada que ver con que no comiera y sí con que parecía que algo me estaba devorando. La ropa me colgaba de la cintura y se desprendía de mis hombros como si fuera la de una desconocida, así que me compré el vestido de una desconocida. Kate Spade, 348 dólares al por menor.

Lo encontré por 50 dólares en una tienda de segunda mano con prendas de diseñador mientras estaba en espera en el hospital; una enfermera estaba comprobando los resultados de mi biopsia de médula ósea. Mi laptop estaba frente a mí, proyectando una luz azulada sobre mis piernas magulladas. Las compras en línea eran el tipo de cosas que uno haría si estuviera en espera de la compañía de cable y no a la espera de un posible diagnóstico de cáncer de sangre.

Me coloqué el teléfono entre el hombro y la oreja, me puse el ordenador en el regazo y empecé a navegar. Las páginas estaban repletas de prendas descartadas de las pasarelas: bolsos vintage, vestidos de alfombra roja, bufandas y abrigos de diseñadores cuyos nombres no reconocía ni podía pronunciar. Llené mi carrito con un vestido cobalto, una blusa de seda rosada y una falda de corte recto.

En teoría, dijeron los médicos, parecía que podía ser un linfoma. Los síntomas eran los clásicos: fiebre, sudores nocturnos, pérdida de peso. Pero los escáneres seguían saliendo limpios. Una biopsia de mi ganglio linfático agrandado mostró que era benigno. Me dijeron que los cánceres de sangre podían ser furtivos. Tendrían que buscarlo, y la búsqueda sería dolorosa. Dos semanas antes, un médico había llevado un taladro quirúrgico a mi cadera y había ahuecado mis huesos con una jeringa apta para un caballo grande. “Doloroso” era un calificativo insuficiente.

“Gracias por esperar”, dijo la enfermera. “El doctor dijo que había algunas alteraciones en tu médula ósea, pero no hay signos de enfermedades malignas, así que tendremos que seguir buscando”.

Me quedé sentada mientras mis entrañas se revolvían. Un sudor frío me recorrió la cara. Cerré los ojos, sacudí la cabeza y volví a mi carrito de compras. No iba a detenerme.

No, iba a comprar. Iba a comprar hasta que no pudiera pensar en otra cosa. Introduje el número de mi tarjeta de crédito y compré el Kate Spade.

Luego me apresuré a ir a mi armario, abrí las puertas dobles y empecé a rebuscar entre las compras impulsivas de Target y las prendas de segunda mano que no me quedaban bien, y arranqué de los ganchos cada estampado vulgar y cada mezcla de poliéster barato. Tiré la ropa en cajas y bolsas de basura. Olía a hospital, a café quemado y a antiséptico. No las quería. Ni siquiera quería mirarlas. Quería seda. Quería terciopelo.

En cinco minutos había saqueado todo mi armario. La alfombra apenas se veía bajo los montones desordenados. Mis pulmones se paralizaron, como contraataque a mis rápidos y repentinos movimientos. Me hundí contra el marco de la puerta, con las manos apretadas contra el pecho, y dejé que el cansancio me invadiera. No podía respirar. No podía seguir con la enfermedad. Solo podía hacer esto.

Unas semanas después, llegó el primer vestido. Me puse a dar vueltas con él, viendo cómo subía y bajaba el dobladillo. Algo en él me hacía sentir menos como una paciente demacrada y más como el tipo de mujer que iba a los cócteles empapada de perfume y dinero de la familia. La tela, pesada y gruesa, me parecía cara y resuelta, diferente a todo lo que había tenido.

Durante los meses siguientes, me propuse construir un nuevo armario desde cero.

El proceso exigía cada momento de mi tiempo libre, cada pensamiento libre. Recorrí las páginas de internet en busca de lo mejor del glamur de segunda mano y hacía pausas solo cuando mi energía daba paso a la fiebre y el agotamiento. Hay decenas de sitios web dedicados a la alta costura con descuentos: The Real Real, Saks Off 5th, Luxury Garage Sale. Vendían Tom Ford, Alexander McQueen, Isabel Marant… diseñadores cuyos nombres solo había oído en viejos episodios de “Project Runway”.

Le envié un mensaje de texto con fotos de un vestido estampado en blanco y negro a mi mejor amiga, una mujer hermosa, sensata y sin complejos del noroeste de Iowa que nunca ha oído hablar de Oscar de la Renta y a la que eso no le importa especialmente.

“¿Te gusta esto?”, pregunté. “Es cien por ciento seda”.

“¿Cómo se lava?”, respondió ella.

“Creo que solo se puede lavar en seco”, dije, como si alguna vez hubiera ido a una tintorería.

Ambas sabíamos que no era práctico. La ropa era cara y de alto mantenimiento, la mayor parte de ella demasiado elegante para mi modesta vida en el sector de las comunicaciones para organizaciones sin fines de lucro. Pero me parecía vital. Me dije a mí misma que ya debía haberme dado un poco de frivolidad, que me merecía un capricho.

Para mi siguiente cita con el médico, elegí una falda recta de Valentino que se ajustaba a la perfección a mi nuevo y marchito cuerpo.

“No sé qué más hacer”, dijo mi médica. Tenía mi edad. Joven, pero segura de su formación. Confiada en los escaneos y laboratorios y en los resultados casi normales de las pruebas. “¿Puedo volver a verte en seis semanas? Entonces podremos repetir los análisis de sangre y establecer un calendario de exploraciones.

¿Te parece un buen plan?”

Froté la punta de mi tacón contra el linóleo. “No lo sé”.

“De acuerdo”, dijo ella. “Dime qué estás pensando”.

“Solo que vivo aquí”, dije, señalando mi cuerpo. “Tengo que vivir aquí”.

Esa noche me pasé los dedos por el pelo, y un mechón de hebras rubias cayó suelto en mi palma. “Es solo estrés”, le dije a mi gato. Me froté las manos, para dejar que el pelo cayera a la basura, y volví a mi lista de compras.

Cada vez que llegaba una nueva prenda, la desempaquetaba solo para sentir el peso y la textura de la tela contra mi piel. Algunas piezas estaban mohosas, otras olían a perfume. Me gustaba imaginar dónde habían estado: galas de recaudación de fondos, reuniones de la junta directiva, círculos de la alta sociedad. Cada una había vivido una vida antes que yo. Ahora las conservaba en la penumbra de mi habitación como una esperanza tangible.

El tiempo pasó. Los moretones aparecieron, desaparecieron y volvieron a aparecer en mis extremidades. Me encogí un poco más. La mayoría de los días mi ropa cubría el encogimiento y distraía del agotamiento. Vi a otros médicos: dos cirujanos, tres oncólogos, un médico de medicina integral, un experto en reiki.

Por último, en una decisión que mi antigua yo habría calificado de locura, recurrí a la ayuda de una sanadora de sonido. Era delgada y vivaz, una persona de 70 años en el cuerpo de una niña. El día que nos conocimos en su despacho, saltó de su silla y me pidió que me pusiera de pie y extendiera el brazo derecho.

“Voy a presionarte y quiero que te resistas con la misma presión, ¿de acuerdo?”, me dijo.

Me empujó hacia abajo y yo le devolví el empujón. Mi brazo rebotó ante su repentina liberación.

Ella negó con la cabeza y frunció el ceño, luego tomó una botella de aceite de cáñamo. “¡Sujeta esto!”, dijo, mientras empujaba la botella en mi mano y presionaba mi brazo de nuevo.

Esta vez estaba en sintonía con ella, más ágil, ajustándome a su presión.

“Sí”, dijo. “A tu cuerpo le gusta este producto. Puedes comprarlo en mi página web”.

Era todo mentira, pero estaba desesperada. Me siento desesperada, me dije, pero no loca; la desesperación y la locura eran dos estados distintos, aunque limítrofes. Pero ahí es donde nos lleva la desesperación: los enfermos, los pacientes crónicos, los moribundos, los afligidos. Nos vemos obligados a encontrar esperanza en lo que antes nos burlábamos: Dios, el más allá, los milagros, el aceite de cáñamo. La curación, por cualquier medio. La curación, contra todo pronóstico.

La curación, a veces, en forma de vestido de diseñador.

Después de cada cita, después de cada intento fallido de ponerle nombre a mi enfermedad, me apuntalaba en la cama, elegía vestidos nuevos y pensaba en todos los lugares a donde los llevaría. Me pondría el Derek Lam en una primera cita y el Marc Jacobs en una reunión empresarial. Cargaría a un bebé en la cadera con el abrigo de Burberry mientras paseaba por la calle oliendo el aire fresco del otoño y creyendo en el amor, en Dios y en lo que vendría.

La ropa me prometía algo que los médicos, mientras siguen buscando un diagnóstico, todavía no pueden: un futuro sin complicaciones. Y yo le prometí un futuro a la ropa.

Esta era su vida después de la vida. Y se la merecía, ¿no?

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