En los años sesenta y setenta hubo una gran inflación en Estados Unidos. Hoy, la Reserva Federal tiene mejores elementos para no repetir los errores del pasado.
La semana pasada, hubo otro informe pesimista sobre la inflación.
En los últimos 12 meses, la inflación superó el 8 por ciento, un nivel que evoca recuerdos de la gran inflación de las décadas de 1960 y 1970 en Estados Unidos.
Desde el inicio de 1966 hasta 1981, el índice de precios al consumidor aumentó, en promedio, más del 7 por ciento al año y llegó al 13 por ciento en 1980. Este periodo también incluyó dos recesiones importantes y dos moderadas, así como un descenso de alrededor de dos tercios del promedio industrial Dow Jones, ajustado a la inflación.
¿Corremos el riesgo de repetir esa experiencia?
La respuesta rápida: es casi seguro que no.
Aunque la inflación de las décadas de 1960 y 1970 registró máximos más altos y duró mucho más tiempo que la que hemos visto en los últimos tiempos, es cierto que guarda algunas similitudes con lo que estamos viviendo ahora.
La inflación de hace medio siglo, al igual que la actual, comenzó tras un largo periodo en el que, en términos generales, la inflación solía ser baja. En ambos casos, el fuerte gasto federal (en la guerra de Vietnam y los programas sociales de la Gran Sociedad en la década de 1960, en la respuesta a la COVID-19 en 2020 y 2021), aumentó la demanda. Y las crisis de los precios mundiales de la energía y los alimentos en los años setenta agravaron el problema de la inflación de forma significativa, al igual que ahora.
No obstante, también hay diferencias muy importantes. En primer lugar, aunque la inflación fue muy impopular en los años sesenta y setenta, como en la actualidad (de manera comprensible); en aquel entonces, cualquier intento de la Reserva Federal de luchar contra la inflación mediante el aumento de las tasas de interés, que también podría desacelerar la economía y aumentar el desempleo, encontró una fuerte resistencia política.
El presidente Lyndon B. Johnson trató de ocultarle al pueblo los costos económicos de una guerra impopular y presionó bastante al presidente de la Reserva Federal, William McChesney Martin, para que no aumentara las tasas de interés. Johnson prometió aumentar los impuestos para pagar la guerra y, en consecuencia, Martin se abstuvo de aumentar las tasas durante un tiempo, pero el aumento temporal de los impuestos ordenado por el mandatario en 1968 no logró enfriar una economía sobrecalentada, lo cual ocasionó que la inflación se afianzara.
Richard Nixon, quien aspiraba a la reelección en 1972, dejó claro al sucesor de Martin en la Reserva Federal, Arthur Burns, que no toleraría una desaceleración económica antes de las elecciones y Burns no tomó ninguna medida significativa contra la inflación. Incluso después de la dimisión de Nixon en 1974, el Congreso siguió presionando a Burns y a la Reserva Federal para que evitaran las políticas antiinflacionarias que pudieran frenar la economía. Por ejemplo, una ley de 1978 estableció un objetivo para la tasa de desempleo del 3 por ciento para personas mayores de 20 años, muy por debajo de su nivel sostenible y no inflacionario en ese momento.
En contraste, los esfuerzos del actual presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, y sus colegas para disminuir la inflación gozan del gran apoyo de la Casa Blanca y el Congreso, al menos hasta ahora. Por lo tanto, hoy la Reserva Federal tiene la independencia necesaria para decidir qué políticas aplicar solo con base en los datos económicos y en el interés a largo plazo de la economía, en lugar de consideraciones políticas a corto plazo.
Además de la mayor independencia de la Reserva Federal, existe una diferencia clave con respecto a los años sesenta y setenta y es que los puntos de vista de la Reserva Federal sobre las fuentes de la inflación y su propia responsabilidad para controlar el ritmo de los aumentos de precios han cambiado bastante.
Burns, quien dirigió la reserva durante buena parte de la inflación de la década de 1970, tenía una teoría de la inflación basada en la presión de costos. Creía que la principal causa de la inflación eran las grandes empresas y los sindicatos, que usaban su poder de mercado para impulsar el aumento de precios y salarios incluso en una economía deprimida. Pensaba que la Reserva Federal tenía poca capacidad para contrarrestar esas fuerzas y, como alternativa al aumento de las tasas de interés, ayudó a convencer a Nixon de establecer controles de salarios y precios en 1971, lo cual resultó ser un fracaso espectacular.
La inflación cobró impulso a lo largo de la década y solo terminó con el tratamiento de electrochoques que aplicó la Reserva Federal de Paul Volcker a principios de la década de 1980, que ocasionó una profunda recesión.
Burns no se equivocó al afirmar que factores ajenos al control de la Reserva Federal pueden contribuir a la inflación. En efecto, las fuerzas del lado de la oferta son importantes actualmente: no solo los aumentos de los precios mundiales de la energía y los alimentos ya mencionados, sino también las limitantes relacionadas con la pandemia, como los trastornos de las cadenas de suministro mundiales. Por desgracia, la Reserva Federal no puede hacer mucho con respecto a estos problemas del lado de la oferta.
No obstante, los responsables actuales de la política monetaria entienden que, mientras esperamos que las restricciones de la oferta disminuyan, lo que acabará ocurriendo, la Reserva Federal puede ayudar a reducir la inflación frenando el crecimiento de la demanda. Basándose en las lecciones del pasado, también entienden que si hacen lo necesario para controlar la inflación, pueden ayudar a la economía y al mercado laboral a evitar una inestabilidad mucho más grave en el futuro.
En resumen, las lecciones aprendidas de la Gran Inflación de Estados Unidos, tanto por la Reserva Federal como por los gobernantes, hacen muy improbable que se repita esa experiencia. Hoy, la Reserva reconoce que debe asumir el liderazgo en el control de la inflación y cuenta con las herramientas y la suficiente independencia política para hacerlo. Tras un retraso provocado por un diagnóstico erróneo de la economía en 2021, este organismo pasó a endurecer la política monetaria y poner fin a sus compras de bonos de la época de la pandemia, anunciar planes para reducir sus tenencias de valores y aumentar las tasas de interés a corto plazo.
Los mercados y la gente parecen entender el cambio de estrategia de la Reserva Federal respecto de la era anterior que describí. Aunque el organismo solo aumentó las tasas de interés un par de veces este año (y ahora se decidió un aumento adicional), las condiciones financieras ya se han endurecido de forma significativa (por ejemplo, las tasas de interés hipotecarias ya aumentaron más de dos puntos porcentuales a lo largo del año pasado), ya que los mercados anticipan que los responsables de la política económica persistirán en su campaña antiinflacionista.
Y, aunque los indicadores de mercado y las encuestas a los consumidores revelan que se espera que la inflación siga siendo elevada durante los próximos uno o dos años, en su mayor parte sugieren que se mantiene la confianza en que, a largo plazo, la Reserva Federal será capaz de reducir la inflación hasta acercarse a su objetivo del 2 por ciento.
Esta confianza a su vez facilita el trabajo de la Reserva Federal, al limitar el riesgo de que la gente adopte una “psicología inflacionaria”, como dijo una vez Burns. Desde que Volcker logró controlar la inflación en los ochenta, los brotes inflacionarios han tendido a apagarse con mayor rapidez y con una menor necesidad de restricciones monetarias que en los episodios pasados.
Esto no significa que el trabajo de la Reserva Federal vaya a ser fácil.
El grado al que el banco central tendrá que endurecer la política monetaria para controlar la elevada inflación actual, y el riesgo asociado de desaceleración económica o recesión, depende de varios factores: la rapidez con la que disminuyan los problemas de la oferta (precios elevados del petróleo, problemas en la cadena de suministro), cómo reaccione el gasto agregado a las condiciones financieras más estrictas creadas por la Reserva Federal y si la Reserva Federal mantiene su credibilidad en la lucha contra la inflación incluso si esta tarda en remitir.
De todos estos factores, la historia nos enseña que el último puede ser el más importante. La inflación no se perpetuará, con aumentos de precios que lleven a aumentos salariales que lleven a aumentos de precios, si la gente confía en que la Reserva Federal tomará las medidas necesarias para reducir la inflación con el tiempo.
La mayor independencia de la reserva en materia de políticas, su voluntad de asumir la responsabilidad de la inflación y su historial de mantener la inflación baja durante casi cuatro décadas después de la Gran Inflación, la hacen mucho más creíble en lo que respecta a la inflación hoy en día que aquella de los años sesenta y setenta.
La credibilidad de la que hoy goza ayudará a garantizar que la Gran Inflación no se repita y Powell y sus colegas darán gran prioridad a mantener esa credibilidad intacta.