Mi suegra Nany era una amante de la cocina que rechazaba las recetas en favor de la cocina espontánea, actitud que inicialmente le impidió escribir un libro de cocina o incluso compartir sus secretos. Sin embargo, como me dijo una vez, la especificidad y la certeza de seguir una receta eventualmente se convirtieron en una fuente de consuelo para ella, especialmente mientras lidiaba con factores estresantes personales y familiares
Incluso para aquellos que no enfrentan tal agitación, las recetas pueden ser redes de seguridad tranquilizadoras. La espontaneidad se ha convertido en un ideal glamoroso en el mundo de la comida. Pero los cocineros caseros tienden a necesitar más orientación antes de estar preparados para una libertad total. Y las recetas pueden proporcionar eso.
Los libros de cocina ayudan a los lectores sobre cómo preparar platos específicos y también a desarrollar la intuición culinaria necesaria para experimentar con éxito en la cocina. Y ese conocimiento viene acompañado de otro beneficio añadido: La eficiencia. En lugar de buscar platos complejos con largos tiempos de preparación, los cocineros espontáneos pueden seguir sus instintos para preparar algo rápido y delicioso.
Eso nos lleva a los meses de la pandemia, cuando muchos vimos el encierro como una forma de catapultarnos en la cocina. Las familias estaban en casa exigiendo tres comidas al día, y la mayor parte de esa comida provenía de sus propias cocinas. Con lo cual, empiezo a preguntarme si la pandemia tuvo éxito de engatusarnos y llevarnos donde los libros de cocina antes habían fracasado. Tal vez muchos ahora nos lanzamos a una nueva era de cocina y vemos la comida como una fuente de alegría, más allá de servir cereales a los niños para el desayuno o pasta con salsa para la cena.
De repente, mucha gente ahora se ha dado cuenta de que las neveras no son solo para pegar imanes y que los libros de receta son para experimentar con ingredientes desconocidos. En realidad, ya no existe tal cosa como equivocarse con una receta. Las recetas convencionales que se detallan paso a paso son útiles y si las sigues correctamente, llegamos al destino planeado. Pero esa no es la única manera de tener una cena en la mesa, y aquí evoco a los grandes maestros del jazz a quienes ni se les ocurriría confiar en una partitura impresa.
Receta sin receta
Cada “receta sin receta” es una invitación para que improvisemos, una habilidad que nos convertirá en un cocinero imaginativo y libre de estrés capaz de improvisar durante la preparación de la comida.
Lo más sorprendente de esta receta sin receta es que es, sin lugar a dudas, una receta. Es claro y detallado; lo único que falta son las medidas. Pero si nos dicen a qué temperatura debemos preparar el horno, cómo debe saber la salsa, cómo preparar la sartén, cuánto tiempo cocinar el pescado y cómo servirlo, ¿por qué no decirnos cuánta salsa de soja, ajo y jengibre vamos a necesitar? ¿Qué tiene de malo medir? Vale entonces poner jengibre picado en una cuchara con la etiqueta “una cucharada” significa que nunca vamos a cocinar como Coltrane.
Las tazas y cucharas en tamaños estandarizados para cocinar han sido omnipresentes en las cocinas durante más de un siglo. Fannie Farmer, directora de la Escuela de Cocina de Boston en la década de 1890, fue la primera autoridad culinaria en insistir en su uso. Millones de cocineros caseros en todo el mundo todavía apilan harina en una taza medidora y luego la nivelan con un cuchillo. El aura de precisión que acompaña a esta ceremonia ha tranquilizado a los nerviosos cocineros durante generaciones.
Ese efecto calmante fue una de las razones por las que Farmer tuvo tanto éxito como escritora. Muchas mujeres se sintieron aliviadas de no quedar indefensas en el campo de batalla. Nacieran con buen paladar o no, podían medir media cucharadita de canela y estar razonablemente seguros de que era lo correcto. Los cocineros bien intencionados, pero poco inspirados, anhelan detalles. Nuestra fase que menos nos gusta es sazonar al gusto.
Desde épocas de antaño, la regla inviolable para los escritores de libros de cocina que buscan llegar a una amplia audiencia ha sido no dejar nada al azar, especialmente las mediciones.
Irma Rombauer, que lanzó “The Joy of Cooking” en 1931 con una receta de una página para un cóctel de ginebra, dotó a su libro de un hábil y afable sentido del humor que lo hizo único entre las biblias de la cocina. Pero en el tema de la medición, fue todos los negocios. “Las recetas de este libro requieren tazas y cucharas medidoras estándar”, dijo rotundamente.
Enumerar ingredientes
En los años 60, incluso M. F. K. Fisher, la diosa de la literatura gastronómica estadunidense, que empapaba su prosa de sensualidad y romance, declaró que no soportaba recetas que se tomaban libertades con el formato convencional. “Los ingredientes deben enumerarse en una columna o dos, en lugar de en una oración consecutiva, según el orden de uso, y con la cantidad exacta de cada ingrediente antes de su nombre”, dictaminó.
Sin embargo, Malcolm LaPrade, autor de “Ese hombre en la cocina” (1946), dijo que cocinaba de una manera tan “fácil y libre” que le resultaba difícil escribir sus recetas. Sus medidas eran aproximadas. Raymond Oliver, chef y propietario de Le Grand Véfour en París, dijo que generalmente omitía “cantidades y proporciones exactas” de las recetas de “A Man’s Cookbook” (1961) porque las personas que cocinaban “con un espíritu de alegría”, estaban más allá de tales posibilidades. “Si hubieras pedido a Renoir o Van Gogh que establecieran en gramos los colores utilizados para pintar uno u otro de sus lienzos, ¿podrías reproducir el mismo lienzo?”, inquirió.
Eso me dejó preguntándome cuál es el objetivo de medir. No se trataba de la comida: La comida iba a ser buena ya sea que le añadiera una dosis generosa o minúscula de ajo. Algunos cocineros estarán encantados de saber que pueden deshacerse de todos esos detalles complicados. Pero otros se aferran a esos mismos detalles. “Añade unos chorritos de aceite de oliva, un poco de ketchup y una pizca de salsa de soja”, les gusta decir.
Lo último que quiero es un maestro de jazz mirándome por encima del hombro mientras preparo la cena, recordándome inevitablemente lo intenso que soy cuando cocino. Seguramente llegará el día en que la tranquilidad sea lo nuevo. Hasta entonces, tendré a mano mi biblia de cocina favorita, aunque la consulto en busca de apoyo moral en lugar de ideas para la cena: “On Food and Cooking” de Harold McGee, que apareció en 1984.
Allí se explica que la cocina es un laboratorio de química orgánica, que la comida es un espécimen de bioquímica, y que lo que ocurre en nuestros cuerpos cuando cocinamos son fenómenos biológicos que producen efectos psicológicos y mentales que despiertan nuestros sentidos. Por eso, el tema ya sobrepasa el peligro de la creatividad y nos enfrenta a lidiar con los deseos intensos y constantes deseos de lamer cucharas mientras estamos al frente del fogón.