Las señales estuvieron ahí desde el principio, pero muchos prefirieron ignorarlas. En plena campaña electoral, el entonces candidato José Raúl Mulino lanzó una frase que hoy cobra todo su peso: “El gobierno es el que manda, y si se equivoca, vuelve y manda.” Fue una advertencia clara de su estilo de gobernar: autoritario, excluyente y soberbio. No fue una simple frase desafortunada; fue una declaración de intenciones.
Hoy, esa arrogancia está institucionalizada. Su administración ha optado por gobernar sin escuchar, sin dialogar, y mucho menos consultar. El ejemplo más reciente y grave es la imposición de la Ley 462, una reforma que condena a las futuras generaciones a pensiones miserables y obliga a los trabajadores a prolongar sus años de servicio, en un sistema que ya no garantiza seguridad social, sino precariedad social.
El Ejecutivo ha sido tajante: no hay marcha atrás, no hay diálogo. Lo mismo ocurre con su intención de reabrir la mina, desconociendo un fallo de la Corte Suprema de Justicia y desestimando la voz de un pueblo que ya dijo claramente: Panamá no es un país minero.
Y sin embargo, cuando los ciudadanos salen a protestar por derechos legítimos —jubilaciones dignas, soberanía, respeto a las instituciones— son atacados con etiquetas peligrosas y absurdas. Ahora resulta que ser maestro, obrero, médico, estudiante o campesino que protesta es sinónimo de ser “comunista” o “terrorista”. Así se pretende desacreditar una movilización ciudadana amplia y genuina, con discursos vacíos promovidos por quienes se benefician del orden establecido.
Desde la dictadura militar y después de la invasión de 1989, cada vez que el pueblo panameño ha salido a la calle a reclamar justicia y equidad, ha enfrentado no solo la represión estatal, sino también una campaña sistemática de desinformación, encabezada por sectores económicos y medios tradicionales que defienden intereses particulares.
Se acusa al pueblo, con argumentos trasnochados, de generar el caos, mientras se oculta que el verdadero desorden que viene desde arriba, desde un gobierno que legisla y ejecuta al margen de la voluntad popular.
Pero aquí nadie quiere derrocar gobiernos ni instaurar sistemas totalitarios, como algunos sugieren con alarmismo. Lo que se exige es simple y profundamente democrático: respeto. Respeto a la Constitución, al derecho a ser escuchados, a que las decisiones de Estado se construyan con participación, no con imposiciones.
El pueblo panameño no se queda callado cuando se siente atropellado. Y no lo hará ahora. Porque mientras la protesta siga siendo un derecho legítimo en este país, seguiremos en las calles exigiendo lo que nos corresponde: un gobierno que gobierne con el pueblo, y no contra él.