Vivimos en una época en la que hay más preguntas que respuestas. Ten cuidado con cualquiera que piense diferente, en especial con los presidentes.
SÃO PAULO, Brasil — Mis primeros síntomas comenzaron la mañana del lunes 23 de marzo. Me estaba recuperando de una enfermedad desconocida que mi hija trajo a la casa de la guardería —todavía no estábamos seguros de qué era— cuando me dio fiebre. Decidimos que mi esposo era el culpable; mi hija y yo habíamos estado aisladas en casa durante diez días porque estábamos enfermas de otra cosa. Él, por otro lado, todavía iba a algunas reuniones de trabajo y salía de la casa para comprar víveres.
Ese primer día, tuve un poco de fiebre y me dolía mucho la cabeza. También perdí el sentido del olfato y desarrollé náuseas y dolor de oídos. Llamé a una otorrinolaringóloga y le dije mis síntomas; ella pidió examinarme en el hospital. El martes, fui a verla —parecía una astronauta debido a todo su equipo protector— y rápidamente descartó una infección bacterial. Me recetó un antipirético y un medicamento para aliviar el exceso de mucosidad. Después, me ordenó estar en cuarentena en casa —de nuevo—, esta vez por ser un caso sospechoso de COVID-19.
En Brasil, hasta hace muy poco, solo a los casos más graves se les hacía la prueba del nuevo coronavirus. Así que pasé la siguiente semana en la incertidumbre: ¿había contraído COVID-19 o no? ¿Contagiaría a mi hija de 21 meses? ¿Cómo cuidaría de ella en un estado tan deplorable? ¿Necesitaría ser hospitalizada pronto? Ya me sentía drenada por los intensos cuidados maternos de los días anteriores que no había asistido a la guardería; repentinamente, tenía que seguir haciendo exactamente lo mismo, pero con fiebre. Me pregunté cuáles eran las tasas de recuperación de las mamás exhaustas.
Al mismo tiempo que yo enfrentaba este miedo e incertidumbre sin precedentes, mi presidente parecía tener certeza absoluta acerca de todo.
Durante semanas, el presidente Jair Bolsonaro ha minimizado la gravedad de la crisis por el coronavirus; desestimó el brote y lo tildó de “fantasía”, calificó las medidas para combatir al virus como “histeria” y describió la enfermedad como un “resfriado insignificante”. Bolsonaro propaga desinformación peligrosa —sobre una cura no probada, por ejemplo— y ridiculiza de manera pública las medidas de cuarentena. Ignora las estadísticas, la evidencia científica y las recomendaciones de los especialistas, como si solo él estuviera dotado de una fuente misteriosa de sabiduría. Actúa con la certeza de los tontos. Cuando a mediados de marzo los gobernadores y alcaldes brasileños comenzaron a hacer obligatorias las medidas de confinamiento, Bolsonaro los acusó de haber caído en un estado de pánico. “Nuestras vidas tienen que continuar”, dijo como exhortación a todos a dar marcha atrás a las restricciones. Posteriormente, cedió un poco al decir que “todos nos vamos a morir algún día”. Porque esa es la clase de estadista que es.
Afortunadamente, la mayoría de nosotros no hemos escuchado al presidente. De hecho, pocos todavía lo escuchan. Mi ciudad, São Paulo, es el lugar que ha recibido el mayor impacto del brote en Brasil, y eso es suficiente para mantenernos alertas (no hay tiempo para prestar atención a declaraciones delirantes como el llamado de Bolsonaro a un día nacional de ayuno y oración para “liberar a Brasil de este mal”). Cada día, el mandatario queda más aislado (lo digo de manera metafórica: los índices de aprobación de su ministro de Salud y de varios gobernadores están al alza, mientras que el suyo se ha desplomado).
De regreso a la realidad, el fin de semana llegó y mi fiebre bajó, pero todavía tenía un dolor de cabeza persistente. Para ese entonces ya sabía que la segunda semana del ciclo de la enfermedad era la realmente crítica, cuando los pacientes mejoran o enferman más. Traté de no tener un ataque de pánico porque, de tenerlo, no sabría cómo determinar si la causa de mi dificultad para respirar era la enfermedad o una ansiedad intensa. Hasta ese momento, el país había registrado 4309 casos confirmados y 139 fallecimientos, 98 de ellos en el estado de São Paulo.
El martes 31 de marzo, logré programar la visita a un profesional de la salud para que me hiciera la prueba del coronavirus (tuve que pagar 73 dólares). Fue la prueba PCR, sigla en inglés de reacción en cadena de la polimerasa, en tiempo real; este examen detecta rastros de material genético viral presentes en las secreciones respiratorias. Los resultados tardarían alrededor de dos días. Para entonces, mi dolor de cabeza había disminuido a un nivel mucho más tolerable y podía de nuevo oler el dulce aroma del pañal lleno de mi hija. Recuperé mi apetito (aunque no cuando estaba cerca de su pañal). Reanudamos nuestras sesiones de madre e hija de baile de tap alocado en el balcón. Sentí una vaga sensación de victoria. Para el viernes 3 de abril, Brasil tenía 9216 casos confirmados y 365 decesos.
Posteriormente, el sábado 4 de abril, mis resultados salieron negativos. Y la incertidumbre volvió: ¿fue la influenza todo este tiempo? ¿O tal vez un falso negativo? (Un estudio chino indica que la tasa de falsos negativos de las pruebas PCR podría ser de alrededor del 30 por ciento). Un resultado positivo habría sido al menos algo concreto con qué lidiar, una certeza extraña en medio de toda esta ansiedad generada por el coronavirus. A medida que pasan los días, me quedo pensando cuándo o si en algún momento contaremos con pruebas serológicas —las cuales detectan la presencia de anticuerpos de una enfermedad en específico— para poner punto final a la cuestión. Estaba donde había comenzado, solo que más exhausta esta vez y con dolor de cabeza, aunque un poco menos intenso.
Además de la terrible pérdida de miles de vidas, el coronavirus nos ha golpeado con una ola de incertidumbre. Nos preocupamos por nosotros mismos y por nuestros padres. Nos preguntamos qué pasará después, cuándo comenzará a aplanarse la curva, cuánto durará esto. Las pruebas masivas a la población todavía parecen ser la forma más rápida y certera de detener la propagación del virus, pero, cuando llegó mi turno, aprendí que incluso eso está plagado de ambigüedades. Sin embargo, en este momento tal vez solo los tontos tienen certezas.