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Las filas de la pandemia

Las filas de la pandemia
Los compradores esperan en la fila afuera de Century 21 en el Bajo Manhattan, el 21 de agosto de 2020. Foto: Karsten Moran/The New York Times

Algunas personas charlaban, otras se quejaban; algunas estaban de pie en silencio, formadas en una fila que le daba la vuelta a la manzana, esperando a que abrieran las puertas de Century 21, la meca de los cazadores de ofertas en el Bajo Manhattan.

Era una imagen parecida a muchas otras que han surgido este verano en todo el país: las largas filas de espera, que antes eran inusuales en las tiendas de lujo, los mercados al aire libre y los salones de belleza, se han convertido en un ritual familiar de consumo ahora que los compradores regresan con cautela a las tiendas.

La mayoría de las personas usan cubrebocas, algunas se aglomeran hombro con hombro; la mayoría se ve alegre, pues por fin está desatando el entusiasmo por comprar que estuvo reprimiendo durante todo este tiempo.

“La gente quiere una probada de lo que solía ser la normalidad”, dijo Stacy DeBroff, quien monitorea los hábitos del consumidor para Influence Central, una firma de publicidad en Boston. Al inicio de la pandemia, la gente hacía compras en línea, casi siempre por necesidad, pero también, para aquellos con bolsillos llenos, como una forma de entretenimiento.

“Ahora es casi como si entrar a una tienda se hubiera vuelto una novedad”, comentó DeBroff, “una inyección de adrenalina y una manera de explorar el mundo exterior”. Hay quienes dicen que las largas esperas pueden fomentar la solidaridad. “Nos convertimos en una pequeña banda de sobrevivientes con un humor negro a tono con la situación”, escribe David Andrews en su reflexión de 2015 sobre la cultura pop, “Why Does the Other Line Always Move Faster?”. “Todos estamos juntos en esto”.

También está la sensación de suspenso. Como alguna vez dijo Andy Warhol: “La posibilidad de nunca entrar es emocionante. Pero, después de eso, esperar a entrar es lo más emocionante”.

No hubo estampidas cuando se reunieron los clientes, sino que se formaron cuellos de botella mientras se empujaban para entrar, lo que evocaba las multitudes que suplicaban entrar al Studio 54. Ahora, como en la época dorada de ese club, los guardias de seguridad están listos en la puerta, en donde calman las tensiones —y, en esta ocasión, rocían desinfectante en las manos de los consumidores antes de que entren—.

Las tiendas de saldos

Rehoboth Beach, Delaware

Cerca de la casa de playa de Joe Biden, las filas en los centros comerciales de Tanger se podían ver desde la carretera costera todo el verano.

En un lunes de agosto por la tarde, 30 personas hicieron fila afuera de la tienda de saldos de Nike. Un cliente potencial, Dev Surprenant, de 21 años, que trabaja en una ferretería, había estado esperando desde que la tienda abrió a las 11:00.

“Nunca había estado tanto tiempo en una fila”, dijo, mientras su cubrebocas negro dificultaba entender sus palabras. Iba a quedarse hasta las 14:00, pero se sentía optimista: la tienda solo estaba dejando entrar a una persona cada 20 minutos, explicó.

Al otro lado de la calle, la tienda de descuento de Crocs dejaba pasar a diez clientes a la vez. Denise Woodbury, quien hacía fila con su bisnieta Quinn, tenía la esperanza de entrar esta vez.

“Este es nuestro segundo intento en esta fila”, comentó Woodbury. “Me formé un par de veces cuando vine el mes pasado y simplemente me rendí”.

— JONAH ENGEL BROMWICH

La tienda departamental

Nueva York

Un cartel enorme en la ventana que anunciaba “las rebajas del siglo” motivó a los clientes de Century 21 en el Bajo Manhattan a formarse en una fila que rodeaba la manzana desde la calle Cortland hasta la calle Dey. La promesa de ofertas sustanciosas fue un aliciente poderoso.

Los compradores que se abalanzaron hacia la entrada en el instante en que la tienda abrió sus puertas se encontraron con Matt McMahon, el guardia de seguridad de traje gris que estaba apostado ahí. “Tranquilos, tranquilos, no hay prisa”, les dijo con un tono relajante. “Todos van a entrar”.

Estaba claro que a algunos les entusiasmaba la posibilidad de vivir una aventura. La tienda, con vista a la Zona Cero, sobrevivió el atentado de 2001 contra las Torres Gemelas. A diferencia del ahora abandonado complejo de Oculus, que se levantó de entre los escombros, esta aún rebosa de actividad.

— RUTH LA FERLA

El nuevo autoservicio

Plano, Texas

En una calurosa mañana de sábado a finales de agosto, un cielo rosado y anaranjado acogía a una fila de madrugadores en la primera sucursal en el área de Dallas de la franquicia filipina de comida rápida Jollibee.

Alrededor de las 6:00, dos horas antes de su hora de apertura, el Honda de Claire y Bill Lin ya estaba estacionado frente a otros trece autos. La pareja estaba emocionada por celebrar su aniversario de bodas número 21 con un pancit Palabok Fiesta, dos cubetas de pollo frito picante “chickenjoy”, unas Yumburgers y tartas fritas de durazno y mango.

“Yo soy enfermera, él es doctor. Estamos ocupados, no solemos salir a comer, pero teníamos que venir aquí”, relató Lin. “Además, ¡estoy cansada de cocinar en casa!”.

Lin es originaria de Cebú, Filipinas, y se estableció en Texas en 2001, tras vivir dos décadas en California. Quería comparar los productos de Jolibee con los banquetes caseros típicos de las reuniones filipinas.

Shay Senters y su hija Nyah, de 10 años, habían pasado por ahí varias veces en su auto antes de decidirse a hacer la fila para el servicio, el cual por ahora se ofrece únicamente en auto para llevar.

“Ha estado haciendo mucho calor, entonces tengo que prender el aire acondicionado”, comentó Senters. “Y vi que un auto se averió mientras estaba en la fila. Así que ideamos una estrategia: nos vamos a levantar muy temprano el sábado. Trajimos nuestras cobijas”.

Una imagen compuesta elaborada con fotografías individuales de compradores esperando en la fila afuera de Century 21 en el Bajo Manhattan, el 21 de agosto de 2020. Foto: Karsten Moran/The New York Times

— MARINA TRAHAN MARTINEZ

La tienda de cosméticos

Emeryville, California

El sábado previo al Día del Trabajo, a los clientes formados para entrar a Sephora se les acababa la paciencia mientras esperaban bajo los rayos directos del sol.

“Si no logro entrar en los siguientes 20 minutos, me voy”, afirmó Mallory Sager, de 33 años, de Oakland, California. “Todo es un equilibrio de riesgo y recompensa”.

Sager contó que iba a comprar algo de maquillaje y un desodorante más poderoso, no quería “oler mal” en el clima caluroso. Solo había doce personas antes que ella, pero avanzaban lentamente debido a las restricciones de ocupación de la tienda; en 10 minutos, solo se había movido menos de 2 metros.

Admitió que dudó en formarse en vista de la ola de calor y el humo de los recientes incendios forestales, pero la pandemia de coronavirus no fue un factor de peso.

“No puedes vivir con miedo todo el tiempo”, declaró.

— KELLEN BROWNING

Las tiendas de lujo

Nueva York

En otras épocas, las tiendas como Chanel, Dior y Louis Vuitton, los templos del consumo de lujo que bordean la calle 57 Este cerca de la Quinta Avenida, invitaban a los clientes a entrar y echar un vistazo con una especie de veneración silenciosa. Sin embargo, en un fin de semana reciente, esas tiendas y otras se esforzaban por llamar la atención con el afán estridente de una atracción de parque temático.

Las filas que empiezan a formarse a media mañana todos los días afuera de la tienda de Chanel no parecen molestarle a Neil Humphrey, el portero elegantemente uniformado de la tienda. Humphrey dijo que las multitudes eran razonables, incluso corteses. “Esto no es nada que no podamos manejar”.

Más adelante en la misma calle, en Vuitton, los clientes con playeras y pantalones cortos, algunos portando logotipos de sus marcas favoritas, charlaban y bromeaban, dispuestos a esperar 20 minutos o más. A algunos los motivaba la curiosidad; a otros no les preocupaba pasar un rato de ocio.

Sharon Griffith, quien ha pasado gran parte de la cuarentena haciendo compras en línea, estaba emocionada de ver la mercancía en persona. “Me gusta esta marca, así que no me molesta esperar”, mencionó Griffith, de 30 años, que trabaja en el departamento de emergencias de Con Edison. “Además, no es como que tengo algo más que hacer”.

— RUTH LA FERLA

El mercado de productores agrícolas

Santa Fe, Nuevo México

“Justo cuando la COVID-19 llegó aquí, tuvimos que hacer muchos cambios”, dijo Debbie Burns, la directora ejecutiva del Mercado de Productores Agrícolas de Santa Fe el último sábado de agosto. Los vendedores y los visitantes se vieron obligados a usar cubrebocas. Las frutas y verduras serían divididas en porciones y a veces embolsadas con antelación. No habría ninguno de los músicos, promotores ni mesas informativas habituales.

“Ya no hay socialización ni reuniones en el mercado”, dijo Burns, quien justo antes de ser entrevistada circulaba entre la multitud con un chaleco naranja y les hacía gestos a los visitantes y vendedores para que se colocaran bien los cubrebocas. “Hemos tenido que trabajar al 25 por ciento de capacidad”, dijo ella, “normalmente en esta época del año nuestro mercado está lleno”.

Alrededor de las 9:30, las multitudes de temporadas pasadas habían sido remplazadas por filas que se movían rápidamente. Los autos esperaban en Chili Line Lane para recoger cargas del grupo de agricultura apoyada por la comunidad (CSA, por su sigla en inglés), que el año pasado tenía 26 miembros y este año alcanzó 287.

“Normalmente, verías a personas corriendo de arriba a abajo con letreros de Bernie Sanders”, dijo Apollonio Garcia, de 53 años, mientras esperaba para comprar rábanos. “Ahora es como cualquier otro lugar. Entramos y salimos”.

— JOHN HERRMAN

La tienda de muebles

Emeryville, California

Cientos de compradores desafiaron una ola de calor con temperaturas superiores a los 38 grados Celsius y cielos con humo para formarse afuera de IKEA el primer domingo de septiembre.

Hileras de vallas metálicas han sido erigidas para asegurar que la fila rodee el edificio de manera que se respete el distanciamiento social, pero la mayoría de las personas pudieron refugiarse en la sombra del voladizo de un edificio y los ánimos eran bastante alegres conforme la fila se movía razonablemente rápido, solo cerca de cincuenta personas tenían que esperar en cierto punto.

“No está mal”, dijo Jennifer Oscarson, de 62 años, de Walnut Creek, California, quien mencionó que necesitaba comprar sillas para la yurta que estaba construyendo en las colinas de la Sierra Nevada. “Aquí está mucho más fresco que donde vivo”.

— KELLEN BROWNING

El paraíso de segunda mano

Nueva York

En una tarde húmeda de agosto, Arpana Rayamajhi estaba formada valientemente afuera de Beacon’s Closet en la calle 13 Oeste. Rayamajhi, de 32 años, una diseñadora de joyería y estudiante de actuación, había pasado la mayoría de esa semana revisando sus armarios, sacando las prendas de las que esperaba deshacerse.

“Hay pocas tiendas que en este momento acepten mercancía en consignación”, dijo. “Esta la acepta”.

Vivir en Nueva York le enseñó a evitar las filas, pero durante la pandemia ha hecho algunas excepciones. “Nueva York siempre está muy saturado”, dijo con resignación. “Ya sea que vayas a comprar agua o solo te detengas en la farmacia, terminas por perder mucho tiempo”.

La espera no es un problema para Rasheed Bailey, de 19 años, un estudiante del Instituto Tecnológico de Moda. La curiosidad, dijo, y un deseo de tener ropa genial lo atrajeron. Su amigo Patrick Waterman había adquirido en otro lugar ese día un suéter de color durazno que lucía suntuoso; pero él esperaba entrar a Beacon’s Closet y encontrar artículos igual de maravillosos.

— RUTH LA FERLA

Y, por supuesto, la tienda de helados

Kansas City, Misuri

Durante la tarde de un viernes a finales de agosto, a medida que el sol se ponía en un día que casi alcanzó los 38 grados Celsius, la fila en Betty Rae’s Ice Cream en el vecindario de River Market se movía de manera rápida. Una copa de helado de miel de lavanda para ella. Un cono de wafle rebosante de helado de chocolate Rocky Road para él. Un cono de azúcar de pay de durazno para mamá. Todos usaban cubrebocas al interior, pero rápidamente se los quitaban cuando salían al aire libre para disfrutar de las confecciones adquiridas.

“Las filas se han vuelto más comunes”, dijo Caleb Presley, de 24 años. Él y su esposa, Paige, viven a dos cuadras y son clientes frecuentes de Betty Rae’s. La tienda ha cerrado de manera temporal en dos ocasiones debido a posibles casos de COVID-19. Ambas veces, todos los empleados dieron negativo en las pruebas y la tienda reabrió.

“Solo hemos intentado mantener abiertos nuestros restaurantes favoritos”, dijo Paige Presley, de 25 años. “La población realmente se ha organizado”.

Esta temporada, no se ofrecen muestras para probar los sabores y han llegado menos clientes de los que Betty Rae’s esperaría en un verano normal. Sin embargo, eso no evita que los clientes se formen en una fila que rebasa la entrada con el arcoíris y da vuelta a la cuadra, con distanciamiento social, por supuesto.

— HANNAH WISE

Corpus Christi, Texas

Durante semanas, el estacionamiento en Iced Cube, una tienda que ofrece raspados de hielo mexicanos conocidos como raspas, ha estado lleno de vehículos que esperan para comprar una mangonada: un sorbete con sabor a mango con trozos de mango encima, sumergido en salsa de chamoy roja, dulce y picante, espolvoreado con Tajín y adornado con un popote de tamarindo.

“Me gusta hacerlas tan grandes y bonitas como pueda”, dijo la gerenta a cargo de la tienda, Riena Scott, que tenía las manos manchadas de rojo. “Han estado aquí tanto tiempo que merecen obtener lo que han estado esperando”.

En el menú también se puede encontrar el Parti With Cardi, que incluye Cheetos Flamin’ Hot y tiras ácidas, y el A$AP Rocky, un raspa que encima lleva plátanos, fresas, crema batida y un sándwich de helado entero. Muchos visitantes admiten haber sido tentados por las fotografías de los complejos postres que vieron en Instagram y Facebook.

— MARINA TRAHAN MARTINEZ

Nantucket, Massachusetts

Cada verano, hay una fila en Juice Bar, una tienda de helados caseros ubicada en la acera frente al Museo de la Ballena, pero este verano también hay un separador con cuerda y un código QR que guía al usuario a un menú digital. Una noche de miércoles a finales de agosto, la fila se extendía hasta el final de la cuadra y llegaba al otro lado de la calle, donde un empleado tomaba las órdenes mientras que otro les recordaba a los clientes que usaran cubrebocas y se mantuvieran a 2 metros de distancia. Danielle Shreck, de 29 años, que estaba de visita en la ciudad para disfrutar de su luna de miel y que vive en Cambridge, Massachusetts, calculó que la fila era de casi el doble de longitud que cuando visitó la tienda el verano pasado. Sin embargo, la espera vale la pena, dijo ella.

“Haré lo que sea para obtener una buena bola de helado”, dijo Shreck.

“Todo ha estado muy tranquilo”, dijo su esposo Matt Leibowitz, de 29 años. Era la tercera noche consecutiva que esperaban en la fila. “Las personas no siempre respetan los señalamientos, pero siento que la gente está muy consciente e intenta hacer lo mejor que puede”.

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