Esta es una lucha que libras contra los grandes fabricantes de alimentos que te venden chatarra. Y llevas las de perder.
Casi ninguno de nosotros logra cumplir los propósitos de Año Nuevo que formulamos cada año, en los que desde siempre la lista está encabezada por comer mejor y bajar de peso.
Sin embargo, la lucha que libras por tener una mejor salud no es entre una báscula o unos brownies y tú. El exceso de peso es un síntoma: no de pereza, estupidez o falta de disciplina, sino de un sistema alimentario que se basa en promocionar comida basura. Esta es una lucha que libras contra los grandes fabricantes de alimentos que te venden chatarra —los productos de los que obtienen más ganancias— y los políticos que se los permiten.
La guerra comenzó en serio en la segunda mitad del siglo XX con el desarrollo de lo que ahora llamamos los alimentos ultraprocesados: nuevas creaciones despojadas de nutrientes y combinadas con azúcares e ingredientes artificiales. Se trata de productos que, como el científico brasileño Carlos Monteiro y sus colegas dicen, contienen ingredientes que “nunca o rara vez se utilizan en la cocina”.
El desarrollo de estos productos no fue inevitable y ciertamente no fue “progreso”. Pero fue muy rentable debido a la combinación del exceso de cereales, técnicas de fabricación avanzada, un sistema de venta al por menor que hizo de las fechas de caducidad una mayor prioridad que la calidad o la nutrición y el fracaso generalizado para limitar la consolidación de las corporaciones. El dominio de los alimentos ultraprocesados se afianzó durante los años setenta, cuando la acumulación gradual del trabajo y la resultante falta de tiempo personal dificultaron o imposibilitaron que muchas personas pudieran cocinar en casa.
Ahora, más de la mitad de nuestras calorías totales provienen de alimentos ultraprocesados y nuestros ancestros, sin importar de dónde eran, no reconocerían nuestra dieta. En el último cuarto del siglo XX, la cantidad de calorías consumidas provenientes de botanas casi se duplicó. Tendemos a culpar a los restaurantes de comida rápida por nuestros malos hábitos alimenticios, pero buena parte de lo que ahora se consume en casa son alimentos ultraprocesados. El resultado ha sido un aumento de peso promedio de más de 10 kilogramos entre los adultos del año 1960 a 2002, así como una epidemia de enfermedades crónicas.
En resumen, la mayoría de nosotros tiene sobrepeso y perder ese peso es difícil porque estamos expuestos a muchos alimentos que son altos en calorías y carentes de nutrientes. Se cree que la nueva dieta causa enfermedades crónicas, principalmente la resistencia a la insulina, que a su vez ocasiona diabetes tipo 2, precursora de diversas enfermedades cardiovasculares.
La mayoría de la gente en Estados Unidos tiene al menos una enfermedad crónica (casi la mitad tiene dos) y esas enfermedades son responsables de alrededor de un 70 por ciento de todos los decesos, más de 1,7 millones al año. No solo son nuestros principales asesinos (la COVID-19 se queda muy corta en comparación), también han acortado nuestra expectativa de vida promedio. Mientras tanto, las corporaciones de alimentos más importantes diseminan alegremente esta dieta mortal por todo el mundo.
Decir que todo está en contra de aquellos que tratan de combatir estas tendencias es poco: así como los casinos están diseñados para que los apostadores pierdan, el sistema alimentario evolucionó para convertirse en un engaño cuidadosamente diseñado para obligarnos a comer aquello que a estas corporaciones les deja las mayores ganancias y que, al mismo tiempo, es lo más nocivo para nuestra salud. Aquí hay ganadores y perdedores.
El manual de estrategias de la mayor parte de los publicistas de la comida chatarra es similar al que la industria del tabaco usó durante décadas: estrategias publicitarias para la gente joven, una menor responsabilidad por el envenenamiento de poblaciones enteras y un énfasis en que cada uno es responsable de su propia salud.
Por desgracia, los alimentos ultraprocesados no se condenan con la misma presteza que el tabaco. Aunque sabemos que la nicotina es adictiva y que los cigarros aportan una gama de carcinógenos, existen muchas maneras (aunque no hay una sola) en las que la dieta estadounidense estándar aumenta el riesgo de otras causas de muerte prematura. Las interacciones entre la ingesta de calorías, el ejercicio, la acumulación de grasa, la resistencia a la insulina y los antecedentes genéticos, junto con otros factores ambientales que ocasionan enfermedades relacionadas con la dieta (como el estrés y la pobreza generacional), son diversas y complejas.
Lo que resulta indiscutible es que una mejor dieta trae consigo una mejor salud. Y la mayoría de la gente sabe que una “buena” dieta es aquella que disminuye los alimentos ultraprocesados y los sustituye con alimentos vegetales relativamente sin procesar (se pueden hacer pequeños ajustes, pero, en general, es así de simple). En esto concuerdan todos los expertos del mundo.
No obstante, el conocimiento y los consejos fundamentados no son suficientes: cuando la mayoría de las opciones son destructivas, es difícil elegir de manera sabia. Y entre tu conocimiento y la ejecución de tus deseos se interpone un presupuesto de 14.000 millones de dólares en publicidad, que en su mayoría promueve comida rápida, bebidas azucaradas, dulces y botanas poco saludables (el presupuesto total de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades federales de Estados Unidos para “la prevención de enfermedades crónicas y la promoción de la salud” es de menos de 1000 millones de dólares). De ahí que fracases en tus propósitos de Año Nuevo.
Claro que existe la comida saludable, pero se vende de manera apabullante a un grupo demográfico específico: la gente más rica, casi siempre blanca, y casi siempre adulta. Los niños, la gente blanca más pobre y en especial la gente de color son el mercado meta principal de los alimentos ultraprocesados.
Existen cinco restaurantes de comida rápida por cada supermercado en Estados Unidos y se encuentran más en áreas pobres que en barrios adinerados. Los llamados desiertos de alimentos —áreas carentes de opciones saludables y asequibles— podrían etiquetarse mejor como áreas del apartheid alimentario y con mayor frecuencia se encuentran en zonas pobres, en particular aquellas cuyos residentes son gente de color.
El dinero es lo que lleva los supermercados y las buenas opciones alimentarias a un barrio y ni siquiera el hecho de llevar una nueva tienda de abarrotes a un barrio de bajos ingresos mejora las cosas si los ingresos de sus habitantes siguen siendo bajos.
El principal determinante de la calidad de una dieta es el ingreso, no la ignorancia, la inteligencia ni la voluntad. Ya que un doce por ciento de los estadounidenses pasan hambre y hay millones de hogares con padres que no tienen la certeza de que podrán alimentar a sus hijos, la “elección” suele estar entre comer alimentos procesados o no comer nada. Con cada nueva generación, las dietas poco saludables se normalizan más.
Las preferencias alimentarias comienzan a moldearse desde el útero. Un estudio encontró que las madres con dietas variadas que amamantan y comienzan a alimentar a sus hijos con opciones normales crean a comedores muy distintos que las madres con dietas estadounidenses estándar que recurren a las fórmulas lácteas o la comida comercial para bebés. Cuando comenzamos a alimentar a nuestros hijos como nos dijeron los publicistas, dejándonos llevar por el brillo de la “practicidad” y la “modernidad”, el ciclo se salió de control.
Nuestra única salvación son las buenas políticas, pero el gobierno ha contribuido mucho a este problema, al promover los intereses de los agronegocios, los procesadores de alimentos, los publicistas y los minoristas. El peso que nuestra sociedad realmente necesita quitarse de encima es la vergüenza que nos permitimos sentir por un problema que no creamos. O, para decirlo de manera más directa, el peso muerto de los que se benefician de envenenarnos y de los plutócratas que se los permiten.