El día en que ya no había más palabras en su diario

El día en que ya no había más palabras en su diario
Ilustración, Brian Rea/ The New York Times.

Una hija se apresura a conservar los recuerdos de su padre antes de que el Alzheimer se los arrebate.

Mi padre estaba de pie en la cocina comiendo frijoles refritos de la lata mientras Paul Simon cantaba “Graceland” una y otra vez durante 20 minutos.

“Oye, Alexa, ¿qué tal si nos tomamos un descanso”, dijo por fin, como si el altavoz fuera un niño que no deja de subirse a la resbaladilla. “Sí, vamos a descansar un momento”.

Vi que acariciaba el aparato y con gentileza le pedía que se callara.

“Alexa, apágate”, dije yo, y se hizo el silencio en la cocina.

Mi padre me lanzó una mirada, la misma mirada que me echaba cuando tenía 10 años y no quería hablarle a mi abuela o enviar las notas de agradecimiento después de mi fiesta de cumpleaños. La mirada apropiada para dar una lección.

“¿Sí?”, pregunté.

“La próxima vez pídelo por favor”, me dijo.

Mi padre siempre ha sido el tipo de persona a la que le gusta escuchar el cantar de los pájaros y levantar la basura de la calle. Crecí admirando la manera en que entraba a una sala llena de amigos que veían la televisión y preguntaba: “¿Quién quiere platicar?”. Quería saber qué estaban pensando las personas, y cuando se encendían los teléfonos mientras comíamos, se quedaba ahí observando cómo los demás estábamos encorvados viendo nuestro regazo como zombis adictos a los celulares.

Intento ser más como mi padre e integrar esos valores en mi vida. Pero estas características suyas se desvanecen junto con su memoria, y los medios que tengo para conectarme con él se sienten menos como un vínculo y más como desesperación.

Hace casi cinco años, cuando mi padre tenía 62 años, le dijeron que tenía la enfermedad de Alzheimer. Durante este tiempo, mi madre y yo hemos sido testigos de su declive. Ha olvidado los nombres de sus amigos y ya no puede leer. Todas las mañanas, se queda sentado envuelto en una toalla de color azul pastel con lunares y espera a que una de nosotras lo impulse a iniciar su día.

Mi madre le dice: “Ven a vestirte, amor”. “Lávate los dientes, corazón”. “Ven a tomarte tu jugo de naranja, cariño”.

Veo a otros padres que ganan dinero y cocinan hot cakes y besan a su esposa, y me siento deprimida por cuánto se ha empequeñecido el mundo de mi padre. Veo que mi madre se pone nerviosa de socializar con él o llevarlo a cenas en las que los otros esposos hablan del trabajo y política, mientras que el suyo pregunta una y otra vez si Frank Sinatra está vivo.

Desde que me gradué de la universidad hace dos años, reparto mi tiempo entre mi apartamento en Brooklyn y la casa de mis padres en Hastings-on-Hudson. Todas las semanas hago una maleta y tomo el tren 50 kilómetros al norte para ayudar con los cuidados. Bromeo por lo confuso que es vivir en dos lugares. “Es como si tuviera padres divorciados”, digo al despedirme con un abrazo de las personas con las que vivo.

Me cuesta trabajo verme a mí misma como una joven de 23 años que también cuida a un padre. Me pongo tensa cuando mis compañeras de departamento me preguntan antes de ir a trabajar qué zapatos me gustan más, o cuando hablan de sus metas: lo que quieren hacer, dónde quieren vivir. Me asombra lo natural que les resulta hablar con tanta seguridad de su libertad y decisiones.

No es que no tenga planes para mí, ni que me desagraden los zapatos. Es solo que cuando mi papá me dice “mami” enfrente de los vecinos una mañana, y luego se disculpa, siento que se tensa mi boca a la hora de dar consejos de moda o al hablar sobre mis sueños.

Muchas veces quisiera preguntarle a mi padre quién era a los 23 años. Quisiera preguntarle cuáles eran sus malos hábitos, o cómo trataba a su madre o qué hacía los sábados. Pero su habilidad para recordar su pasado ha desaparecido, así que me he hecho a la idea de que no lo voy a saber. Paso mucho tiempo preguntándole otras cosas, pero mis indagaciones van más allá de una curiosidad casual.

Todas las semanas le pregunto: “Papá, ¿qué te gusta de mamá?”. “Papá, ¿qué es lo que más te gusta de ti?”. “Papá, ¿te gusta llorar?”.

Lo sacudo como una Bola 8 Mágica y le lanzo todas las preguntas que puedo. Pero, al igual que el juguete, sus respuestas son frases aleatorias que ya he escuchado antes. Soy paciente mientras él piensa en qué decir y cómo pronunciar, pero luego es como jugar charadas, porque tengo que adivinar las palabras que se le han perdido.

En septiembre pasado, mis padres y yo estábamos organizando el contenedor donde almacenamos cosas en el sótano de nuestro edificio cuando descubrí un baúl con los viejos diarios de mi papá. Bajo historietas de Superman envejecidas y boletos de conciertos maltratados por la humedad había unos 15 cuadernos, fechados de 1978 a 2002.

Mi madre dijo que los diarios son privados e intentó escondérmelos, pero pronto se dio cuenta de que no iba a dejar de insistir. La moral y la privacidad perdieron importancia si estos diarios podían darme acceso a la persona que mi padre solía ser. Así que comencé a leerlos. Y han sido un regalo.

En sus diarios, mi padre escribió sobre la duda y el miedo y todas las cosas que lo llenaban de alegría. Copié frases en mi propio diario y cité sus sabias palabras al hablar con amigos. También escribió sobre pasear por Brooklyn en su bicicleta, trabajar como reportero para periódicos pequeños y salir del metro en la Avenida 7 y cruzar el parque para llegar a su casa.

Hasta que leí estos diarios, no tenía idea de que había hecho esas cosas, y las semejanzas que hay entre nosotros me sobrecogieron. Me la he pasado los últimos dos años trabajando como reportera en periódicos pequeños de Brooklyn y, todos los domingos, de regreso a casa del tren que una vez más me lleva de Hastings a la ciudad, yo también tomo ese camino saliendo de la Avenida 7.

Cuando leo las entradas de mi padre, me siento menos perdida. No solo reconozco a la persona que mi padre solía ser, sino que me reconozco a mí misma.

Mi madre me dio permiso para citar algunas de sus entradas.

El 1 de septiembre de 1991, escribió: “Quiero pararme afuera entre los carros, con el cabello al viento, y gritar, gritar hasta que casi comience a vivir… comience a vivir mi sueño. Necesito algo. Demasiado tiempo y demasiado poco contacto en mi vida últimamente. La soledad mata, me parece”.

Unos meses después, el 10 de febrero de 1992: “Estoy feliz, como un niño. ¡Quiero bailar! Me marcó ella. Suzanne de Brooklyn. Sí, le encantaría que nos volviéramos a ver. Así que vamos a almorzar y ver las eliminatorias en su casa el domingo. Dios, qué feliz estoy”.

“Ayer más tarde en la noche después de las 11:00, animado por la llamada telefónica, bailé en la cocina a oscuras. Una canción de los Stones, bailé con viejos fantasmas y me reí de ellos. Ya sea que trate de alejar a los demonios o cobijar un nuevo sueño, bailar en la oscuridad siempre me ha hecho sentir bien”.

Suzanne es mi madre, y fue a través de estos diarios que supe cuánto mi padre la ama. Sus diarios también me enseñaron cuánto ama a sus amigos, y cuánto me ama a mí. Todas las entradas de 1997 a 2002 mencionan a “la pequeña Annabelle”.

Sin embargo, para lo que no estaba preparada era el momento en el que dejó de haber entradas. El 28 de abril de 2002, mi padre escribió sobre cómo canté en la tina “Tomorrow” del musical “Annie”, y luego la siguiente página está en blanco. Y la que sigue, y la que sigue y todas las demás. Hojeé el cuaderno, incrédula. No quería que esta versión de mi padre se acabara.

Cuando leía la última entrada, él y yo estábamos sentados juntos en el sillón viendo el programa televisivo “Ellen”. La anfitriona jugaba Preguntas Ardientes con Bradley Cooper, pero hablaban demasiado rápido para él, así que se quedó con la mirada fija en la alfombra.

Pensé en las escenas que acababa de leer: mi padre hablándoles a sus amigos a media noche para contarles un chiste, subirse al metro y leer el periódico, sacar a bailar a mi madre. Al verlo ahora, mirando la alfombra, me sentí incómoda con todo el tiempo que se la pasa en silencio. Sentí miedo de todo lo que había perdido y seguiría perdiendo.

“Papá”, dije.

“¿Sí?”

“¿Quieres a mamá?”

Se rio. “Por supuesto”.

Respiré profundo y apagué la televisión. Hice todo lo posible por estar con él en el momento, pues es lo único que tenemos.

“¿Cuánto la quieres?”

“¿Cómo que cuánto?”. Volvió a reírse. “Un litro”.

“¿Y tú me quieres un galón?”

“Sí”, dijo. Esto lo entendió. “Muchísimos galones”.

Annabelle Allen es periodista independiente en la ciudad de Nueva York. 

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