Dentro del Partido Republicano nunca ha fraguado una facción trumpista clara. Los republicanos poseedores de los estilos más trumpistas, figuras como Matt Gaetz o Marjorie Taylor-Greene, han sido oportunistas, no discípulos de Trump.
En Texas, uno de sus candidatos aprobados perdió una segunda vuelta especial contra su rival republicano. Casi al mismo tiempo, Trump se manifestó contra el proyecto de ley bipartidista relacionado con la infraestructura que está en revisión en el Senado y, al parecer, a casi nadie le importó: no había una sensación de que los senadores republicanos temieran su ira ni que se esperara que los partidarios de Trump se amontonaran a manifestarse en los edificios municipales.
Los conservadores que preferirían que el Partido Republicano no estuviera controlado por Trump por el resto de su vida, recibieron estos indicadores con cierto optimismo. “Si el respaldo de Trump no equivale a la victoria; entonces, tal vez podamos ser en realidad nosotros mismos sin preocuparnos sobre el ego del presentador de ‘El aprendiz’. Imaginen ese mundo”, tuiteó el exasesor republicano, Tucker Martin.
Me gusta imaginarlo, pero me temo que no es tan simple. La debilidad que demostró Trump la semana pasada es real, pero no es nueva. Su poder sobre el Partido Republicano siempre ha sido limitado: como presidente, los congresistas republicanos casi siempre le obstaculizaban las políticas y su impresionante historial de respaldo refleja mucho una cautelosa actitud de apoyar al ganador, no una construcción activa de un movimiento.
Desde luego, dentro del Partido Republicano nunca ha fraguado una facción trumpista clara. Los republicanos poseedores de los estilos más trumpistas, figuras como Matt Gaetz o Marjorie Taylor-Greene, han sido oportunistas, no discípulos de Trump. Además, los republicanos que intentan crear un populismo duradero, desde senadores en funciones como Josh Hawley y Tom Cotton hasta candidatos al Senado como J. D. Vance y Blake Masters, lo hacen desde fuera del mundo de Trump y no como una prolongación de su voluntad.
Sin embargo, no es lo mismo los límites a su poder que los límites a su apoyo. La regla en la era de Trump es que puedes contradecirlo de manera indirecta o ganar sin su respaldo, pero a excepción de unos cuantos casos, no puedes desafiarlo de manera personal y esperar tener a los electores republicanos de tu lado. Trump puede ser derrotado en algunas áreas que involucran los detalles de la política o la maquinaria del gobierno. En cualquier referendo con la pregunta “¿Donald Trump debería ser nuestro líder en la batalla contra el liberalismo?”, no tiene comparación su historial de triunfador.
Este punto es importante para pensar sobre el viejo argumento sobre los peligros autoritarios de su mandato. Hace poco, Christopher Caldwell escribió un ensayo en The New York Times sobre las consecuencias de las elecciones de 2020, en el cual descartaba el temor de un golpe de Estado real por parte de Trump debido a su incapacidad: Trump “terminó su presidencia sin conocer ni sus facultades ni sus responsabilidades”. A lo cual Matthew Yglesias replicó que estaba “encima” de ellas “Trump es demasiado tonto como para intentar hacer algo nocivo. ¡Ya ha logrado durante muchos años y con gran eficacia ejercer influencia dentro de la política del Partido Republicano!”.
No obstante, hay dos cosas que pueden ser verdad al mismo tiempo: Trump posee un cierto tipo de ingenio político y un fuerte vínculo personal con las bases republicanas, y la influencia de Trump decae cuanto más nos alejamos del mundo de la retórica y la identificación personal. Así que Trump podría cambiar las prioridades oficiales del partido sobre la ayuda social o la infraestructura, pero de hecho no podría hacer que se aprobara un proyecto de ley sobre la atención médica ni sobre la infraestructura. Trump podría obligar a los republicanos a justificar sus actos de corrupción, pero no podría hacer que Mitch McConnell apoyara el retiro de Afganistán ni lograr que sus generales lo hicieran.
También, Trump podría promover una creencia generalizada de que fue víctima de un fraude electoral masivo e inspirar a sus seguidores más fervientes a asaltar el Capitolio, pero no podría hacer que ni las legislaturas estatales republicanas ni los jueces designados por los republicanos ni su propio Departamento de Justicia comenzaran a adherirse a sus intentos de anular las elecciones.
Esto indica que si nos preocupa que el 2020 se repita en 2024 con un resurgimiento de Trump, pero que esta vez las legislaturas estatales republicanas en verdad actúen para anular los resultados, deberíamos estar buscando señales de que Trump ha encontrado un modo de juntar, de antemano, el apoyo hacia él con el apoyo hacia esa acción específica. A fin de superar sus múltiples debilidades como jugador dentro del juego, no solo necesitaría el respaldo a sus afirmaciones de fraude electoral, sino también una regla conocida, entre los dirigentes de la sede del gobierno estatal de Míchigan, Pensilvania o Arizona y sus electores, de que secundar a Trump es simplemente favorecer que las legislaturas elijan a los presidentes, lo cual está muy relacionado.
Creo que será muy difícil imponer esa regla. Pero el mismo análisis del poder de Trump sugiere que la nominación en sí seguirá a su alcance (y un análisis de su carácter sugiere que la querrá), sin importar cuántos proyectos de ley bipartidistas se aprueben por encima de sus objeciones ni cuánto apoyo pierda.
Eso se da porque nadie se imagina que unas votaciones para la infraestructura o unas elecciones aleatorias a la Cámara Baja sean en realidad un referendo sobre Trump. Pero ¿cómo puede un candidato a la presidencia en las elecciones primarias convencer a los republicanos de que un voto para ellos no es un voto contra Trump, aunque él aparezca en la boleta? Eso requeriría un tipo de ingenio político en verdad especial que no podemos esperar ni siquiera de Ron DeSantis.