Los ucranianos son hábiles para ocultarse tras una fachada de valentía. Desde el principio, gran parte de los mensajes del presidente Volodímir Zelenski han sido que los ucranianos son duros, que están listos para sacrificarse y que son “inquebrantables”.
KIEV, Ucrania — En un restaurante abarrotado, encorvado sobre un plato de borscht, un hombre se jactaba de cuántas personas solía emplear, de todas sus conexiones políticas y de cómo, si alguna vez tuviera que hacerlo, podría matar a alguien y hacer que el problema “desapareciera”.
Con la cabeza bien afeitada, una sudadera negra y manos del tamaño de patas de oso, ciertamente parecía que podría cumplir esa amenaza. Y por si este dueño abiertamente machista de una empresa de construcción no pudiera hacerlo por sí mismo, seguía insinuando sus vínculos con el bajo mundo ucraniano.
Pero, de repente, la expresión de su rostro se suavizó, entristecida.
“Toda mi vida, toda mi vida, cuando tenía un problema, podía solucionarlo”, dijo. “Pero ahora… con esta guerra…”, ni siquiera pudo terminar la oración. Se cubrió la cara con las manos y estalló en sollozos; las lágrimas cayeron sobre su sopa.
Por lo general, los ucranianos son hábiles para ocultarse tras una fachada de valentía. Desde el principio, gran parte de los mensajes del presidente Volodímir Zelenski han sido que los ucranianos son duros, que están listos para sacrificarse y que son “inquebrantables”, una de las palabras favoritas de Zelenski.
Pero, a medida que la guerra se prolonga, se acumula una cantidad de dolor casi insoportable. Y al igual que sucedió con el estallido repentino en el restaurante, que sorprendió a todos en la mesa, sobre todo al hombre en cuestión, mucha gente trata de ocultar su sufrimiento, lo que crea un paisaje emocional precario, lleno de precipicios disimulados.
“La gente no quiere abrirse porque tiene miedo de perder el control si lo hace”, mencionó Anna Trofymenko, psicoterapeuta en Kremenchuk, una ciudad en el centro de Ucrania.
Trofymenko tenía una metáfora para esta tendencia a reprimir las emociones.
“Hay dos tipos de personas en este mundo: el aguacate y el coco”, aseguró.
Explicó que el aguacate es suave por fuera y duro por dentro. El coco es todo lo contrario.
“Somos como cocos”, dijo.
Incluso antes de la guerra, dijo, los ucranianos tendían a ser estoicos y reacios a demostrar sus emociones. Ella atribuye esto al aturdimiento que no desapareció por completo tras el fin de la época soviética, cuando la estrategia de supervivencia era no sobresalir, no llamar la atención, no abrirse a extraños.
Yevhen Mahda, un destacado politólogo de Kiev, estuvo de acuerdo.
Afirmó: “Durante la Unión Soviética, cada persona era una pequeña pieza de una gran máquina. Nadie expresaba sus emociones. No era necesario. A nadie le importaba”.
Aunque los ucranianos más jóvenes no tienen el mismo bagaje emocional, “la sociedad no cambia tan rápido”, dijo Mahda. “Es un proceso, no es un cuento de hadas, no es un libro de Harry Potter, es nuestra vida”.
En Pokrovsk, una ciudad del este cercana al frente de batalla, conocí a una mujer joven sentada en un tren de evacuación. Su pueblo había sido bombardeado implacablemente y ella huyó a toda prisa. Llevaba 150 grivnas en el bolsillo, unos 4 dólares. Pero estaba serena y bien vestida; su rostro cuidadosamente maquillado era una máscara sin expresión.
No hice muchas preguntas, pero en un momento la miré y le dije: “Lamento que estés pasando por esto”. Me miró directamente y estalló en llanto.
Trofymenko explicó que eso también era parte del paisaje. “Tan pronto como te sientes seguro, te dejas llevar”, aclaró.
“Sabes, parecemos muy reservados, sin emociones, sin sentimientos”, agregó. “Pero por dentro es una historia diferente”.
En los primeros días de la guerra, en la frontera entre Polonia y Ucrania, presencié una de las mayores crisis de refugiados de los tiempos modernos. Un conjunto interminable de mujeres y niños cruzó la frontera, millones de ellos. Cargados con maletas abultadas y empacadas con prisa y expulsados de sus propios hogares por circunstancias que estaban cambiando la historia, eran figuras diminutas y vulnerables, empequeñecidas por los largos caminos y los enormes cielos.
Como periodista, cubrir grandes acontecimientos traumáticos no se vuelve necesariamente más fácil con el tiempo. A veces siento que mi coraza protectora se desgasta.
Hace poco vi una foto de un edificio en llamas en el este de Ucrania, no lejos de Pokrovsk. Miré con detenimiento y sentí una punzada de miedo. Espera un segundo, me dije. Estuve en ese edificio.
Fue en la misma ciudad, Chasiv Yar, donde tuve una interacción inusual con un simpatizante ruso que me dijo a mí y a mi traductora, Alex, que creía que los rusos estaban “haciendo lo correcto” al invadir Ucrania. Alex y su familia han sufrido inmensamente por esta guerra (al igual que casi todos los ucranianos), pero ella no discutió con el simpatizante. Como periodista, esa no era su función.
Al final de la entrevista, el simpatizante ruso, de unos 70 años, alegre y lleno de vida, entró en su jardín y empezó a cortar un racimo de uvas. Dijo que realmente había apreciado la compañía y quería darnos un regalo.
Mientras se estiraba hacia la fruta reluciente, vi que los ojos de Alex se llenaban de lágrimas.
“¿Qué pasa?”, le pregunté.
Habíamos entrevistado a tantas personas que lo habían perdido todo, pero nunca la había visto llorar. Ella es dura. Ella se considera un coco.
¿Por qué estaba llorando?
“Porque estas personas son buenas”, dijo.
Si alguien del “otro bando”, como la mayoría de los ucranianos y gran parte de Occidente etiquetan a Rusia y a sus partidarios, podía ofrecer tan felizmente la fruta de su jardín, ¿qué decía eso sobre las complejidades de la guerra?
Nos fuimos con las uvas, llenos de emociones que no eran fáciles de disimular.